Eran vascos; somos vascos

Hace unos días, releyendo el prólogo de “Neuk”…! escrito  por Turrillas, libro  sobre la vida de Guillermo Amutxastegi quien el pasado 28 de septiembre hubiera cumplido 100 años. Me llamó la atención la opinión que vierte el escritor sobre el carácter tímido de los vascos, pelotaris incluidos, motivo por el cual no hayan dejado constancia de sus andanzas por esos mundos. Continue reading

El ansia de vagar

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En una de mis visitas a la biblioteca municipal he dado con una joya de libro. Escrito a dos manos por Alexis Racionero y su padre, Luis Racionero –afamado intelectual catalán. El libro titulado «El ansia de vagar» narra diferentes viajes en distintos puntos del planeta. Uno de los capítulos: «En busca de los hippies», me ha traído recuerdos que se remontan a un viaje que hice hace casi ya 50 años. Alexis Racionero describe cómo él y su pareja llegaron a Seattle (Whasingtong) vía aérea para después viajar en un Ford Focus por toda la costa oeste hasta San Diego (California). Nosotros, Bittor Olaizola y yo, llegamos a un pueblecito de la costa de Oregon, no por vía aérea, sino abordo de un Chevy por el que pagamos 800 dólares, y con el que recorrimos miles de kilómetros de la costa este a la del oeste; comenzando nuestro periplo en Tampa (Fla.)  Lo hicimos sin reloj, cambiando la ruta si era necesario, sorbiendo lentamente el espíritu del lugar.

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Aquella tarde en Gernika

Ocurrió un lunes, verano del 78, cuando dos locomotoras colisionaron en el Jai Alai de Gernika. Un estelar vibrante en el que se enfrentaron Egurbide (39 años) y Remen (23). Fue el día en el que  el veterano pegador de Mutriku detuvo en seco las ansias de victoria de otro no menos pegador pero, sí bastante más joven: Remen, la estrella recién llegada de Miami. Otra figura del cuadro de Miami guardaba las espaldas del bermeano: Arratibel, también conocido como “El Tosco” o “Mortel”. El que esto escribe tenía por aquel entonces 22 años y el intendente le encomendó la tarea de acompañar ese día al gran Egurbide, el “Coloso de Mutriku”.

El dinero salió a la par porque así lo decidió la cátedra, o sea, los “Boliña”, Onaindía el médico y demás puntos que conformaban el núcleo duro habitual de apostadores del Jai-Alai de Gernika. Ese día, tres cuartas partes de las gradas estaban cubiertas por un público variopinto que aquella tarde nubosa se decantó por el frontón en lugar de pasear por la arena de las playas vecinas. Por otra parte, “Lunes de Gernika”, sinónimo de frontón y ambiente de pelota. Ese día se daban las condiciones óptimas para ver un buen partido. Y se cumplió.

Egurbide se aproximaba a los cuarenta años, 39, pero todavía conservaba las características del  joven dinamitero que fue: potencia en los brazos, rapidez en las piernas y una lucidez de cabeza añadido a un temple propio del guerrero curtido en mil partidos y quinielas. Con los años aquel atleta con aspecto de gladiador se había asentado, nada que ver con el joven alocado cuya obsesión era arrollar al adversario pegando pelotazos demoledores. Con la veteranía había conseguido equilibrar su juego, aliar el poderío físico y el juego inteligente.

Egurbide llegó fresco a su última etapa como pelotari, como muchos  pegadores. Cumpliéndose la hipótesis que sostenía “Papardo” Iriondo cuando en aquellas tertulias interminables de Bridgeport sostenía que los bateadores del jai-alai, es decir, los“paleros”, llegaban más frescos y desarrollaban mucho juego en su etapa veterana. En contraposición a los pelotaris segurolas que basan su juego en coger y tirar infinidad de pelotas para poder hacer el tanto con el consiguiente desgaste físico. El pegador hace y deshace en secuencias breves y explosivas.

Remen tenía un año más que yo ese verano del 78, 23 años. El de Bermeo era de un estilo de juego similar al joven Egurbide de otra época: pegaba como un cañón, pelotazos que en un momento dado atropellaban en una cancha como la de Gernika, que ya es un decir. Dos manos fantásticas y una “sasoia” para regalar; sin embargo, distante todavía del Remen de la década de los noventa, veterano ya, pelotari mucho más asentado.

En esa época de los setenta a Remen en el vestuario del Miami Jai Alai le llamaban “Pete Rose”, en referencia al famoso bateador, jugador de béisbol de los Cincinati Reds. Remen sacudía duro pero también erraba demasiada pelota franca, errores no forzados como llaman ahora; en la práctica: “palos” en la mano-mano.

“Mortel” Arratibel contaba 28 años y era uno de los zagueros más destacados del cuadro de Miami. “Mortel” era  el clásico zaguero con el que todos los delanteros quieren jugar. Muy seguro, mucho arranque y muy regular poniendo la pelota en el rebote. Un estilo de juego de ir  de atrás hacia adelante, a bote-corrido, para buscar la chula y dominar el tanto.

Con 22 años yo era un zaguero que apuntaba buenas maneras pero todavía estaba bastante verde. En Tampa había firmado alguna buena temporada y poco a poco iba subiendo en un escalafón en el que había grandes zagueros como Gorroño, Laka, Almorza, Irigo, Arkarazo, “Manco” Aranbarri etc. Beitia, el intendente, me daba la oportunidad de jugar ese verano en Euskadi para que pudiera ir creciendo como pelotari. Dadas las características del Jai-Alai de Gernika, el frontón me iba bien. Como revesista extendía notablemente la pelota y dado mi alcance me las arreglaba bastante bien en esa cancha. Ahora bien, reconozco que estaba verde y para Egurbide eso suponía dar bastante ventaja al pegador de Miami, que para más inri llevaba en la zaga a un hueso duro de roer como era “El Tosco” Arratibel.

La primera decena del partido fue como de costumbre, de tanteo, jugado a un ritmo sosegado. 35 tantos son muchos en un escenario como el Jai-Alai de Gernika. Hay que dosificar las fuerzas. Además, las pelotas que se usaban eran pelotas nobles, de buen toque, al principio de las que cuestan dios y ayuda llegar a rebote. Un peloteo propicio al toma y daca entre zagueros, los cuadros doce y trece como referencia. A Egurbide se le notaba que le costaba entrar en calor. Remen, sin embargo, no escatimaba en el esfuerzo. Cuando tenía ocasión entraba y pegaba con toda su alma sin tener en cuenta la dureza del partido. También pegaba palos en la mano. El marcador se mantenía equilibrado. Las apuestas seguían a la par. Quedaba mucho camino por recorrer para que los bolsistas se decantaran por uno u otro color.

Egurbide procuraba entrarle a Remen al saque-resto y por ahí encontró el cañonero de Mutriku un filón de hacer tantos con el menor esfuerzo posible. No es nada fácil en una cancha como la de Gernika quitar el saque. He visto grandes delanteros desesperarse y acabar el partido humillados por la cantidad de remates a saque resto a los que no podían llegar.

La estrategia de Egurbide de entrar al saque sin haber sido rematadores en sus años mozos ha sido algo habitual en la cesta-punta. Conforme se pierden las piernas y el poderío físico, recurren a otros recursos, se adaptan. En el más puro darwinismo, es decir, la adaptación al medio, adoptan otros gestos y se convierten en rematadores peligrosos. Pelotaris que en el momento álgido de su carrera ni se les pasaba por la cabeza  rematar de costado a resto de saque, en los últimos años, a la mínima emulaban a Joey o a Inclán. Eso sí, salvando las distancias.

Avanzaba el partido y el “Chato” Egurbide se las arreglaba para mantener equilibrado el marcador, como los ciclistas hacíamos la goma, cuando parecía que se distanciaban, dábamos un arreón y nos arrimábamos.

Recuerdo que empatamos en el cartón treinta. La pelota que sacabamos nosotros iba calentándose y el veterano de Mutriku cada vez hacía más daño de rebote, tanto de revés como de derecha. Arratibel buscaba la pelota de bote-corrido pero fallaba o no llegaba por arriba. Por ahí encontró Egurbide otra vía de hacer daño y soltaba los brazos de rebote con más violencia conforme avanzaba el partido. Yo me limitaba a cuidar la zaga.

El pelotari serio, de rostro impenetrable, aquella nariz afilada que acababa en un mentón en medio de unas mandíbulas cuadradas, aquella máscara imperturbable que en ningún momento mostraba el menor ápice de emoción, se me acercó lentamente antes de emprender el saque. “No entres  de aire salvo que la pelota vaya a chula. Déjalas pasar para que yo rebotee”, me dijo en tono lapidario.

Dicho y hecho. Egurbide antes de realizar el saque se tomaba su tiempo, como hacen los tenistas. Antes de iniciar la carrerilla se quedaba quieto como una estatua mirando hacia el frontis y, dos segundos después que parecían una eternidad, daba unos pasos y sacaba, pero lo hacía como si de ese gesto dependiera todo el partido. Es verdad que la pelota se había calentado, que con una normal no lo hubiera hecho, la cosa es que sacó y mandó un misil hacia el frontis y después se cruzó en la pared izquierda y tras botar fue como un obús a rebote. Arratibel apenas pudo hacer amaño de interceptar la bola. Un “ace”, un saque limpio a rebote. El dinamitero de Mutriku volvió hacia la zaga para el siguiente saque. El hombre del rostro sin mueca caminaba despacio, sin prisa alguna, como esos pistoleros que se enfrentan en duelo a muerte en la calle principal. “El Tosco” en el fondo de la cancha, dando pasos a los lados como fiera enjaulada. Remen, en el cuadro cinco, al acecho.

El siguiente saque no fue tan bueno. Restó Arratibel sin problemas. Ví que la pelota botaría en el cuadro trece y la dejé pasar, siguiendo las  instrucciones del maestro. En el cuadro ocho esperaba armado en  postura de revés el en otros tiempos estrella en La Habana o en Dania. Largó un rebotazo de revés al ángulo del hermoso frontis del Jai-Alai, a la última losa. El de Bermeo se había abierto y todo el corredor del interior dependía de Arratibel. “El Tosco” no era la clase de zagueros de quedarse dormido atrás viendo como la bola te supera y quedas en el puente. “Mortel” corría como un poseso hacia adelante. El envío de Egurbide se cruzó poco antes de que llegara el “Expreso de San Jerónimo” (barrio de Mutriku donde nació Arratibel). Tanto colorado.
32 a 30 nosotros por delante.

El siguiente tanto fue algo más disputado. Restó Arratibel y ante la duda de que fuera chula entré de revés, muñequeando tiré un globo que justo rebasó a Remen. Arratibel comiendonos el terreno lanzó la pelota a rebote, a paredón. Ahí firmó su sentencia el zaguero de Mutriku. El “Chato” esperó en el cuadro siete de derecha y conformé le llegó pegó un rebotazo de derecha formidable, la pelota hizo txik-txak ante la desesperación de Arratibel que nada pudo hacer. 33 a 30, nosotros por delante. El dinero mil (duros) a 300 colorado.

El tanto 34 lo hizo Egurbide también de rebote. De revés, Remen en vez de quedarse cuidando el ancho dió unos pasos hacia el txoko, tremenda equivocación. “”Dos”, le grité a mi delantero desde la zaga. El dos-paredes de Egurbide fue ejecutado a la perfección. El público entregado ante la fase final del veterano de Mutriku, los aplausos no cesaron hasta que “El Chato” de Mutriku no finalizó todo su ritual del saque.

34 a 30, cuatro tantos seguidos de Egurbide. Éste se disponía a su presumiblemente fuera su último saque salvo a que hiciera pasa. El griterío de los corredores como música de fondo, última oportunidad para los apostadores, para cubrirse o buscar alguna apuesta por la baja.

El derechazo de Egurbide fue limpio. A sus 39 años soltó un pelotazo descomunal, echó el resto. La pelota cruzada botó en el piso y fue cogiendo más y más velocidad ascendente. Arratibel, el pundonoroso, el pelotari que no daba pelota por perdida, el profesional que no asimilaba una derrota en días, el no va más del amor propio, no pudo más que ver como la bola le rebasaba. Se acabó el partido.

El público despidió a Egurbide puesto de pie aplaudiendo a rabiar. La gran figura –el que en La Habana con 20 años hizo llorar de emoción al cronista Eladio Secades al verle pegar a la pelota con semejante violencia, uno de los componentes de aquella hornada bautizada por el cronista “Aitona” como “Los Ases”, el que había disputado el número uno junto a Ondarrés y Bengoa, el que en Barcelona, año 71, emparejado con Chimela, trituró a tríos como Orbea II-Bengoa-Etxabe II–   acababa de dar una exhibición a sus 39 años contra dos estrellas del frontón de Miami, secundado por un joven cuya misión consistía en: no desentonar.

Egurbide, el fornido atleta, el de la nariz afilada apuntando hacia un mentón escoltado por unas enormes mandíbulas cuadradas, se dirigió camino a los vestuarios ajeno a un público entregado que no paraba de aplaudir. Su rostro no le delataba, ganar o perder, el mismo semblante. Era su estilo. En la derrota más estrepitosa o en la más grande de las exhibiciones, como la de aquella tarde, un lunes de Gernika, verano del 78.

Vecsey: un amigo

Han pasado los años y con el paso del tiempo hemos dejado atrás personas que conocimos en un determinado lugar y en un tiempo concreto. El contacto con algunas de ellas no la recuperaremos nunca; con otras sin embargo, es diferente; la irrupción de las redes sociales nos permite la posibilidad de rescatarlas del desván del olvido y retomar un contacto perdido.

Surfeando en la red di con la posibilidad de contactar con un viejo amigo. Se llama George Vecsey y vive en Nueva York. Vecsey está retirado de su trabajo pero hasta hace unos pocos años tenía su columna en el New York Times y estaba considerado uno de los periodistas deportivos de mayor prestigio de todo USA. Autor de varios libros, uno de ellos, la biografía de la ex tenista Martina Naratilova. Próximamente Vecsey va a publicar un libro  sobre los Mundiales de fútbol. En su día George Vecsey entrevistó al Dalai Lama, Tony Blair etc….

La historia de cómo conocí a Vecsey data del año 1980 y se remonta a Tampa donde yo jugaba por aquel entonces.

Creo que fue a raíz de que una conocida de Pedro Aramayo era la productora del programa de televisión. Seguramente por iniciativa del relaciones públicas del frontón los escogidos para a acudir al show fuimos tres pelotaris del frontón. Se trataba de un show de televisión en una emisora local cuyo nombre no recuerdo pero sí que estaba justo después de cruzar el Gandy Bridge dirección San Petesburg. Uno de los invitados era Ramón (Lujanbio II), el segundo no estoy seguro pero creo que fue Pedro Aramayo, (Aramayo II) . Era un show televisivo matinal que se emitía en directo.  Aramayo y yo fuimos de relleno, nos limitamos a cumplir con el expediente, porque Ramón, con su salero y perfecto dominio del inglés: «stole the show» (robó el show). Estuvo genial, locuaz, gracioso, incluso se permitió –para ilustrar más todavía sus explicaciones– echarse de rebote en el mismo plató provocando en el público presente carcajada tras carcajada. El presentador estaba encantado –sospecho que  no siempre se tienen invitados que faciliten la entrevista y la hagan amena. Ramón le arregló el show aquella mañana.

Entre los curiosos e invitados que acuden a este tipo de shows en directo estaba un hombre venido del norte, un periodista que cubría la pretemporada de los Yankees de Nueva York en la Florida. Fue allí después del «Show de Ramón» cuando conocí a George Vecsey. Charlamos y volvimos a vernos en los vestuarios del Tampa Jai-Alai y de allí salió una historia que se publicó en el New York Times al cabo de unas semanas. El artículo no trataba de mí sino del jai-alai, aunque en el contexto incluyera frases dichas por  el que esto escribe.

Esa temporada, por esos fechas, llegué a disputar el partido clasificatorio del cual el vencedor representaba a Tampa contra Miami en el Tournament of Champions. El sistema era el siguiente. Durante varias semanas la última quiniela de la noche de los miércoles puntuaba para la clasificación. La quiniela era tanto a tanto. Así un par de meses de competición. Los cuatro pelotaris que lograban más puntos se enfrentaban entre ellos.

Aramayo II y Laca fueron los que más tantos sumaron; en segunda posición: Jesús (Elejabarrieta I) y yo. La opinión general era que el partido no tenía «madre» . Aramayo era, si mal no recuerdo, el mejor delantero del cuadro (Bolibar se había ido a Bridgeport) por delante de Echeva y Elorrio. Laca era también el mejor en la zaga, un pelotari desconocido en Euskadi pero que jugaba una barbaridad. Muy seguro, los aficionados americanos le pusieron de apodo «vacuum-cleaner» (aspiradora). Un bote-corrido de revés excelente (de lo mejorcito que yo he conocido), y después, un revés que mandaba las pelota a «chula» con una regularidad pasmosa. Resumiendo: el partido no tenía color.

Ese clima desfavorable era para mí el mejor de los escenarios. No teníamos nada que perder. Además, yo llevaba como compañero a un veterano curtido en mil partidos. Se jugaba a quince tantos. El peso de ser favoritos fue una losa para Pedro Aramayo. Un pelotari hecho en la quiniela y para la quiniela. Nervioso, precipitado, no hizo su juego. Todo lo contrario que Jesús «Chaparro» Elejabarrieta. El pequeño delantero de Durango se crecía en los partidos. Esa noche olió la presa y se avalanzó hacia ella. Sacó de maravilla, entró de bote-corrido con la derecha y remató a dos-paredes. Yo aguantaba las tarascadas a  chula de Laca, una tras otra, e incluso desde allí, al contrataque,  conseguía dominar al «Gallego». Dominamos de cabo a rabo ante el asombro general. 15 tantos a 7. Partido robado, partido al otro lado, reza el dicho. La cara del intendente, de Beitia, era todo menos un poema. El disgusto que se llevó el hombre.

Vecsey y yo a raíz de esa entrevista mantuvimos el contacto ocasional, felicitaciones mutuas por Navidad, ese tipo de cosas. A los cuatro años coincidimos en Connecticut. Todavía no habíamos empezado la temporada en Bridgeport y desde la jaula del frontón de Milford seguimos juntos los pormenores de un partido de torneo. El resultado de ese encuentro fue una crónica que se publicó en el NYT titulado: » Jai-alai at dowm» (todavía conservo el recorte del periódico).

El destino depara grandes sorpresas. No hubiera imaginado nunca que un día tendría que llamar a George Vecsey solicitando su cooperación. Fue el año 1988, en abril. Justo unos pocos días de declararnos en huelga. Llamé a Vecsey y quedamos en un restaurante cerca de Grand Central Station en Manhattan. Cogí el tren en Milford y en una hora estaba en el corazón de la Gran Manzana charlando con el periodista mientras comíamos algo. Le hablé sobre la huelga. Me escuchó con atención y me deseó suerte y la promesa de que se lo comentaría al encargado de cubrir las noticias del área metropolitana para el NYT. Efectivamente, a los días, un periodista llamado Nick Bravo cubría la noticia en el NYT en un reportaje donde todas las opiniones tenían cabida, empresa, pelotaris, Racing Commision etc. Un ejercicio periodístico impecable.

Vecsey se portó como un amigo. Dedicó parte de su tiempo –lo más preciado de una persona– a escucharme y hacer lo que pudo. Ha sido un honor retomar el contacto y, de paso, mostrarle mi agradecimiento.

Larga vida my friend.

Caruso

Ocurrió hace años. Yo tenía 15. Esa noche, después de la función, Gino, el camarero que regentaba la cantina del frontón, me comentó si quería que me llevaran a casa. En lugar de coger el tranvía número otto (8), ellos me dejarían cerca de mi domicilio, en la Piazza Espagna. No me atreví a decirle que no y, al cabo de un rato, iba con ellos, el matrimonio y su hija –en realidad era hija de Stella– Gino era su segundo marido.

Montamos en el Alfa Romeo, modelo Giulietta de color blanco de dos puertas, entonces este coche era la bomba, un auténtico deportivo. Los padres me hacían preguntas. Yo les contestaba con pocas palabras en un italiano en fase de aprendizaje. Además, me sentía cohibido ante la presencia a mi lado de , Lilianna, la  ragazza de ojos negros y pelo oscuro como la noche milanesa, un año mayor que yo, sedici anni (16 años). Sentada a mi lado, Lilianna no habría la boca, justo sonreía.

Del Sferisterio Milano (así se llamaba al frontón de Milán)  a mi casa, a la Piazza Espagna, se tardaba  unos veinte minutos, diez minutos más en el tranvía número otto (8). Por su aspecto, tez morena y pelo negro lacio (ella, Stella, llevaba el pelo rubio teñido, al estilo Rafaela Carrá) se notaba a la legua que la familia era una de tantos emigrantes que habían emigrado del sur al norte de Italia, a Milano en este caso. Según me comentó Gino, venían de un lugar llamado Sorrento, “vicino a Nápoli”. Yo nunca había oído semejante nombre. La radio estaba encendida y a través de la emisora sonaban canciones italianas, una tras otra. De pronto , una voz rasgada acompañada de un piano, la canción me llamó la atención, más que eso, quedé prendido de ella y aunque los padres de Lilianna continuaban haciéndome preguntas, yo permanecía en silencio . La primera vez que escuchaba una canción tan conmovedora.

“Te piace la canzone, é”, me dijo Gino al darse cuenta que me había quedado mudo. “Molto”, le contesté. “Il cantante se chiama  Lucio Dalla”. Ese nombre no me decía nada. En mi estancia en Milán muchas cosas fueron para mi: la prima volta (la primera vez). “La canción se titula, Caruso. ¿Quieres saber por qué, la historia entorno a la canción”? me dijo Gino.

Me sonaba el nombre de Caruso, un cantante de ópera, o algo por el estilo. Poco más. Gino continúo hablando. «La primera y original versión fue escrita y cantada por Lucio Dalla, que dedicó esta canción a Enrico Caruso después de haber estado en Sorrento y haberse quedado impresionado por la belleza de la mia cittá”. Noté que Gino empezaba a emocionarse conforme proseguía su relato.

«A Lucio Dalla se le estropeó el barco y en Sorrento solo había disponible el lujoso apartamento en el Grand Hotel Excelsior Vittoria, donde Caruso vivió los dos últimos meses de su vida y donde se conservaban intactos sus libros, sus fotografías y su piano».
«Angelo, il mio nonno,(abuelo) tenía un bar en el puerto y él me contó la historia. Caruso regresó de América cansado y enfermo de un cáncer en la garganta y sabía que tenía los días contados pero eso no le impedía dar lecciones de canto a una joven de la cual estaba enamorado. Una noche de mucho calor no quiso renunciar a cantar para ella que lo miraba con admiración, así que, aún encontrándose mal, hizo llevar el piano a la terraza que daba al puerto y empezó a cantar una apasionada declaración de amor y sufrimiento. Su voz era tan potente que los pescadores, oyéndole, regresaron al puerto y se quedaron anclados bajo la terraza. Las luces de las barcas eran tantas que parecían estrellas o, quizás, las luces de los rascacielos de Nueva York… Caruso no perdió las fuerzas y siguió cantando sumergiéndose en los ojos de la muchacha apoyada al piano.
Esa noche su estado empeoró. Dos días más tarde, el 2 de agosto de 1921, Enrico Caruso moría en Nápoles. Esta canción que acabamos de oir narra el drama de esa noche… con luces y sombras del pasado… con muerte y vida. Un hombre enfermo que busca en los ojos de la muchacha un futuro que ya no existe. Un testamento de amor. Este fue su último concierto y este fue su excepcional público… el mar, las estrellas, los pescadores, las luces de las barcas y su amada».

Gino tenía la voz quebrada cuando acabó el relato que tantas veces había escuchado de labios de su abuelo. Para mi, era la primera vez. «Bella la historia, ¿é?». Era la voz de Gino otra vez. «Cuando Lucio Dalla supo de esta historia se retiró a su habitación, y de un tirón, escribió la letra de la canción «Caruso». Esta que acabamos de escuchar».

Llegamos a la Piazza de Espagna, donde yo vivía. Nos despedimos: «Ciao, ci vediamo domani». «Grazie», contesté. Era pasada medianoche. Las calles estaban vacías. El Alfa Romeo Giulietta fue alejándose hasta que torció en una calle a la derecha y desapareció de mi vista.

Han pasado más de 40 años. Busco en YouTube y doy con varias versiones y diferentes artistas que interpretan la canción «Caruso». Hay una en concreto, cantada a dúo por Lucio Dalla y Pavarotti, sencillamente extraordinaria. Este es el enlace por si puede interesar a alguien. Cuando pincho y escucho la canción el sentimiento no es tan impactante como aquella prima volta (primera vez). Sin embargo, me sigue emocionando, siento un nudo en la garganta, incluso hasta el punto de dejar escapar una furtiva lácrima.