El ansia de vagar

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En una de mis visitas a la biblioteca municipal he dado con una joya de libro. Escrito a dos manos por Alexis Racionero y su padre, Luis Racionero –afamado intelectual catalán. El libro titulado «El ansia de vagar» narra diferentes viajes en distintos puntos del planeta. Uno de los capítulos: «En busca de los hippies», me ha traído recuerdos que se remontan a un viaje que hice hace casi ya 50 años. Alexis Racionero describe cómo él y su pareja llegaron a Seattle (Whasingtong) vía aérea para después viajar en un Ford Focus por toda la costa oeste hasta San Diego (California). Nosotros, Bittor Olaizola y yo, llegamos a un pueblecito de la costa de Oregon, no por vía aérea, sino abordo de un Chevy por el que pagamos 800 dólares, y con el que recorrimos miles de kilómetros de la costa este a la del oeste; comenzando nuestro periplo en Tampa (Fla.)  Lo hicimos sin reloj, cambiando la ruta si era necesario, sorbiendo lentamente el espíritu del lugar.

No buscábamos a los hippies, no tengo ni idea lo que buscábamos, tan solo decir que yo tenía 19 años y Bittor unos cuantos más. Aventura… ¿tal vez? Curiosidad, libertad… «ansia de vagar». Terminada la temporada de Ocala teníamos dos meses de vacaciones pagadas, hasta empezar en Tampa. Compramos un vehículo difícil de describir, un Chevy de color azul claro, una especie de furgón que usan los carteros en USA, pertrechada con un catre y diminuta cocina incluida; en la trasera exterior llevaba adosada un armario donde iba la bombona de propano. A primeros de noviembre del año 1975, provistos de nuestras cañas de pescar, un rifle calibre 22 y un par de sacos de dormir, dejamos atrás Tampa en nuestro flamante Chevy Van Caravaning en busca de la costa oeste; una vez allí, con la idea de regresar de nuevo a Tampa, por los estados sureños.

Vagamos por carreteras secundarias por el espacio de seis semanas, sin reloj, sin una ruta específica, sorbiendo lentamente el espíritu del lugar.

Describir nuestra aventura on the road en su totalidad me llevaría bastantes líneas, por lo tanto, me centraré, sobre todo, en la parte que mencionaba al comienzo, el tramo entre Oregon y San Diego, de norte a sur por la serpenteante carretera 101. Antes decir que llegamos milagrosamente en aquel trasto hasta un pueblecito de la costa de Oregon llamado Newport . Un par de incidencias en el camino,  el radiador en Kentucky; un reventón poco antes de llegar a Colorado… Fuimos a cambiar la rueda y resulta que el carromato a motor sí tenía rueda de repuesto pero no llevaba gato. En medio de la nada, en una carretera secundaria donde no pasaba (calculamos) un vehículo  cada  dos horas. Justo antes de anochecer avistamos un pick-up (por aquellos parajes la mayoría son camionetas). Le hicimos señas de que parara. Rancheros: un matrimonio con una hija de corta edad. (Han pasado los años y todavía me pregunto qué pensaría aquella buena gente al ver a dos jóvenes barbudos en aquel trasto y con acento extranjero). Dentro de la ranchera, colgados, tres rifles  a la vista. Tras hacerles entender lo que nos pasaba, sin mediar palabra, el ranchero extrajo el gato y él mismo nos cambió la rueda, todo ello sin intercambiar una palabra. Gente de pocas palabras, pero buena gente.

Paradas aquí y allá. Maravillados por el espectáculo natural de las Montañas Rocosas, pescando truchas en sus ríos y lagos (furtivamente). Cazando conejos  y patos (furtivamente) llegamos a Las Vegas de noche. Es increíble la entrada a esa horas, el destello de las luces de neón muchos kilómetros antes, 24 horas de derroche de luz y sonido una vez dentro de la ciudad… Visita al frontón del MGM, estaba cerrado, a raíz de la huelga de los jai-alai players permanecía cerrado pero la amabilidad de un empleado nos facilitó que pudiéramos ver las gradas y la cancha. Atravesamos un hall lleno de mesas de juego –un pianista amenizaba la velada cantando  Sweet Caroline de Neal Diamond– nos adentramos en un pasillo. Una puerta y de pronto un frontón precioso; una lástima que se cerrara y no se volviera a abrir.

Llegamos un domingo por  la tarde a Boise (Idaho). Derechos al Centro Vasco esa misma tarde — buscando el lugar por las calles del downtown nos llamó la atención la de personas de rasgos físicos vascos perfectamente identificables. Una vez dentro, en la penumbra del bar, dos jóvenes de Aulestia recién llegados al País sentados frente a la barra, mudos, la tristeza en el semblante. Comida en casa de un hermano de Ispa, casado en Boise con una americana. El hermano de Ispa emigró con visado de pastor pero una vez en Boise empezó a trabajar en una serrería. Cenamos con la pareja, no tenían hijos, y al día siguiente rumbo a la costa oeste deseando  ver el océano Pacífico. Nada más llegar al estado de Oregon nos esperaba una nevada de campeonato, oscureció y nosotros decidimos continuar. El paisaje parecía de postal. Los bosques de pinos, la nieve cayendo. El efecto era la contemplación de una escena mágica. En mi vida –que yo recuerde– dos veces he sentido la misma magia transmitida por la naturaleza. Una, la que acabo de describir. La segunda fue en Connecticut, diez años más tarde, yendo de Bridgeport a Hartford por una autovía secundaria. Había llovido y la temperatura descendió tan bruscamente que la lluvia recién caída se helaba al contacto. Los bosques con sus troncos y las ramas de los árboles parecían hechos de cristal. Icy rain, lluvia helada, le llaman a este fenómeno atmosférico.

La costa de Oregon es salvaje, muy agreste. Oscura, volcánica. Nos poníamos a pescar en las rocas y daba miedo, mucha ola y todo de color oscuro. No conectamos con el paisaje y sin perder más tiempo nos pusimos rumbo al sur, hacia San Francisco. Nuestra forma de ser en aquellos tiempos, nuestra actitud, distaba mucho de la del típico turista; estábamos en la antípodas. Rehuíamos los reclamos publicitarios y buscábamos los piers (muelles para pescar) las playas y calas; desiertas en el mes de noviembre. Llegamos a una bahía, San Simeon Bay, al oscurecer nos pusimos a pescar, sardinas de cebo. Nos hinchamos a sacar tiburones de un metro más o menos. Otra cosa no picaba, pero tiburones, uno otras otro. Librarlos del anzuelo y al agua. Luego nos dijeron que algunos de ellos, con franjas,  eran ricos para comer.

En cierta ocasión avistamos una cala que tenía buena pinta, bajamos por el barranco por una pista, a trompicones, en nuestro motorhome  y, al poco de llegar, ahí vemos otro trasto bajando por la misma pendiente. Un Ford LTD destartalado del que se bajaron tres tipos con  pinta de  mejicanos, chicanos mejor dicho. Al principio nos asustamos por el aspecto que tenían, parecían unos bandidos. Empezamos a hablar y nos dijeron que venían de Martinez, un pueblo que está cerca de la bahía de San Francisco. Les preguntamos a donde se dirigían y nos contestaron que iban tan lejos como el tanque de gasolina les permitiera (otra forma de viajar sui generis). Pescamos, tomamos unas cervezas juntos, y fuimos compadres por unas horas. Buena gente aquellos tipos provenientes de Martinez. Por cierto, leyendo el libro de Alexis Racionero he sabido que los padres del gran Joe DiMaggio,  legendario jugador de béisbol, emigraron de Italia a Martinez cuando DiMaggio tenía un año de edad.

San Francisco es un lugar al que me gustaría volver. La bajada hacia la bahía divisando el Golden Gate, atravesando ese puente tan popular. Pasear por sus muelles, recorrer arriba y abajo las calles empinadas, montar en sus tranvías. Deambular por Chinatown. No he estado en China pero caminar por Chinatown no tiene que ser muy diferente, no recuerdo haber visto ni rastro de lo occidental en aquellas calles. Fuera del barrio chino, visitamos  librerías, alguna de ellas de ambiente contracultural, un lugar donde encontrar libros poco convencionales. Tal vez fuera, City Lights, la librería de Ferlinghetti, uno de los miembros más famosos de la beat generation (la que menciona Alexis Racionero en su libro).  Compré tres tomos de «El Capital» de Karl Marx. Costaban bastante dinero pero el librero se apiadó de mi y me hizo una considerable rebaja. Por cierto, han pasado casi 50 años y todavía conservo esos tres libros. Un milagro. En esa etapa de mi vida yo era jóven además además revolucionario, «marxista-leninista» aunque jamás pasé de la página veinte de «El Capital»; otras tantas de Lenin y algo de anarquismo de  Bakunin. Veinte años y «marxista», me molaba mucho.

Visitamos la Universidad de Berkeley, al otro lado de la bahía. Un lugar de culto. Donde surgió la movida contracultural, con sus hippies, hipsters. Un movimiento influyente en USA en la década de los sesenta.
«Entre 1964 y 1967 miles de jóvenes de todo Estados Unidos crearon su hippie nation en torno a esas calles. Huían del servicio militar y de la guerra del Vietnam. Se instalaban de forma comunal en grandes mansiones victorianas que habían quedado deshabitadas. Como disponían de tiempo libre y suficientes recursos económicos montaban fiestas y celebraciones que llamaban Be Ins. Consistían en recitales de poesía, música, teatro y todo tipo de actividades al aire libre y casi siempre se celebraban en el cercano Golden Gate Park». (extracto del libro «El ansia de vagar»de Alexis Racionero).

Se puede decir que nuestro viaje por la costa de California acabó en San Francisco, aunque seguimos hacia el sur, hasta San Diego. Coincido totalmente con Alexis Racionero cuando señala:»Aquella era otra Calironia. Mi búsqueda de los hippies había acabado en San Francisco. Lo que queda al sur es la tierra del oro, de Hollywood, de la industria del armamento y de las grandes fortunas».
De San Diego nos pusimos rumbo a casa, a Tampa, pasando por las reservas de los navajos, por el Gran Cañón, Texas, Nueva Orleans… Los dos peregrinos vascos con aspecto de hippies abandonaban la tierra de culto, California.

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