A Guillermo Amutxastegi, quien años más tarde sería la gran figura del jai-alai –después de haber sido expulsado del colegio de monjas– sus padres lo ingresaron en la escuela del Ayuntamiento (Ondarroa). Ejercía funciones de profesor de la pequeña escuela don Pedro Leibar. Un hombre de corpulencia y fuerza verdaderamente asombrosas. Tenía más de sesenta años y llevaba barba blanca. Guillermo lo recuerda por su enorme estatura y aire feroz de bestia primitiva. Como un tipo de bárbaro completo. Y, por no ser menos, su genio coincidía con su aspecto físico, ideal para hacer llorar a los niños.
José María Etxaburu, «Kamiñazpi», también menciona a Leibar en su «Ondarroako kontuak». Éste ultimo, tres años más joven que Guillermo, le tuvo de maestro al bruto, pero por poco tiempo. Por la cantidad de alumnos que había en la escuela del Ayuntamiento de Ondarroa, Leibar delegaba en uno de los alumnos más veteranos la vigilancia del resto. Por lo que cuenta «Kamiñazpi», también el alumno encargado en cuestión seguía al pie de la letra las consignas de Leibar: la letra con sangre entra.
Años más tarde, el maestro Leibar fue el primer director que tuvo el Banco de Vizcaya de Ondarroa. Según comenta Etxaburu, el motivo para que le dieran el cargo a Leibar, no había en el pueblo nadie más preparado para el puesto.
Pedro Leibar, el maestro, por cualquier tontería arreaba a diestro y siniestro a sus alumnos. Siempre de mal humor. Guillermo, al ser uno de los más juguetones y el más barrabas de todos, era presa favorita para Don Pedro. Reglazos, coscorrones. Cuando sacaba el cinto a pasear, aquello debía de ser un espectáculo de intento de doma. Leibar tras Guillermo por toda el aula. La cabeza de Guillermo llena de chichones era la prueba más clara de la brutalidad de Leibar.
Yo mismo recuerdo mis tiempos de estudiante en los Escolapios de Tolosa, en la década de los sesenta, la época del nacional-catolicismo, o sea, puro franquismo, y no puedo menos que identificarme con lo que recordaba Guillermo. Yo tenía diez años arriba-abajo. La saña de algunos curas desde una perspectiva actual resulta increíble. En mi clase también repartían coscorrones y reglazos a diestro y siniestro. Había un cura en concreto, el padre Miguel, navarro, que desde su puesto cada vez que veía algún alumno hablando le lanzaba una pelota de jugar a mano con toda su fuerza. El ángel de la guarda ejercía la labor de «catcher» para que no hubiera desgracias con los lanzamientos de aquel salvaje «pitcher» uniformado con sotana.
Recuerdo otro profesor mío, este era seglar. Se llamaba Félix Iriarte, también navarro y haciendo honor a la fama de origen, bruto como él solo. De la escuela de Leibar. Los métodos pedagógicos de uno y otro se asemejaban. Daba clase de matemáticas Iriarte. La asignatura maldita. Mi talón de Aquiles. Mi perdición. Una tortura cada vez que me sacaba a la pizarra y me pedía que explicara un problema que yo no entendía nada. Ahí empezaba Iriarte a a exhibir sus métodos pedagógicos: tortazos, coscorrones y para finalizar, antes de irte al pupitre: con una vara te sacudía la punta de las dedos. No me extraña que las matemáticas hayan sido un trauma para mi. Hoy es el día que oigo hablar de álgebra y trigonometría y me pongo nervioso.
Años después, me encontré con Felix Iriarte en el café Frontón de Tolosa. Nos saludamos y medio bromeando le agradecí el haber truncado mi carrera de matemático y tener que haber escogido la cesta-punta como medio de vida. Por lo cual le estaba eternamente agradecido. Nos reímos los dos. El paso del tiempo ayuda mucho.
Cuenta Guillermo que una tarde Leibar armó una buena. Agarró a Sopelana, que como Guillermo debía de ser un firma, lo cogió de una pierna y lo llevó colgando boca abajo mientras se paseaba por toda la sala. Con la sonrisa en los labios lo iba exhibiendo como si fuera un centurión de Herodes. A los gritos de Sopelana Don Pedro gritaba más y más fuerte, furioso, congestionado, preso de arrebato homicida… El resto de chavales, más que asustados, temblando aterrorizados.
Por si esto fuera poco, de pronto, Don Pedro tuvo otra ocurrencia. Se paró, miró a un lado y a otro de la sala y echó a correr llevando con él a Sopelana colgando como un pollo. A dónde y a los retretes. Lo zambulló en uno de ellos… Mejor no seguir.
El ogro de Don Pedro tenía otra faceta. Dueño de un vozarrón extraordinario era un elemento destacado en el canto. En la iglesia, apenas terminaba de cantar se acercaba a uno de los altares y se arrodillaba para orar con todo el fervor del mundo. Otra faceta suya, la de jugador de mus. Como es sabido, en el mus no sirve una buena mano de cartas. Ganan, por lo general, los más vivos, los más tranquilos para mentir, los que no se delatan. Pues bien, según señalaba Guillermo, para desgracia de los alumnos, Don Pedro era un pésimo jugar de mus. De los que se descubren fácilmente, y entonces, al perder con sus amigos en el café, eran ellos los que pagaban los platos rotos.
Etxaburu, «Kamiñazpi», recuerda a Leibar de esta otra manera: «era un tanto vergonzoso y con fama de duro». En cierta ocasión en clase les obligó a escribir el siguiente texto. (Egun baten, paper andi bana emon euskun ikastolako guztiai, berak esaten ebana ondo ta garbi idazteko aginduaz. Zer entzungo. Ta asi san):
«Soldado soy de España
y estoy en el cuartel
contento y orgulloso
de haber entrado en él».