«Lechuga» Elorrio

A lo largo de los años uno tuvo la dicha de compartir cancha con todo tipo de pelotaris. Guardo el recuerdo de muchos, con más o menos detalles. Indiferencia por algunos y verdadera simpatía por otros. Uno de estos pertenecientes al segundo grupo trata de Biktor Bereikua. Dicho así, más de uno se preguntara de quién hablo, es posible que ese nombre no les diga nada. Si digo que me refiero a  «Lechuga» Elorrio, puede que la cosa cambie.

Yo lo conocí por primera vez en Tampa, en mi primera temporada allá por el año 1974. Un año o dos mayor que yo, Elorrio; jugaba de delantero, natural de Markina. En Tampa era de uno de los delanteros más destacados en un cuadro donde comandaba el número uno indiscutible, Chiquito de Bolibar, luego le seguían Aramaio, Etxeba, Pablo Berasaluze, Joakin Alkorta, Durango…

A Elorrio le pasaba una cosa curiosa. Empezaba la temporada, el primer mes, jugando horrores, un huracán. Su juego era descarado. Tiraba de todo. Remataba como pocos, sobre todo de derecha. Poco a poco, sin embargo, conforme pasaban las funciones, mientras los demás se iban asentando, la frescura en el juego de «Lechuga»  iba caducando. El pelotari atrevido, inconformista, el mismo que se subía a las barbas del «Mono» Bolibar, iba perdiendo confianza y se achicaba hasta convertirse en un pelotari predecible, un «matazagueros», a los que cuesta Dios y ayuda acabar el tanto.

Elorrio tenía un talento como en pocos he visto. El talento, sin embargo, no lo es todo, hace falta una gran dosis de constancia, de trabajo. Si hubiera sido por talento el Olimpo puntista hubiera estado abarrotado de dioses. A la habilidad natural, sin embargo,  hay que añadirle la actitud en el deportista, ese querer ser, ambición que se dice. En habilidades Elorrio se pasaba de frenada. Lo tenía todo pero le faltaba lo principal, un carácter fuerte, personalidad en la cancha. A la mínima, en cuanto las cosas se torcían, encogía el brazo, buscaba su salvación en la zaga cuando su destino era adelante, en el remate. Yo creo que era una cuestión de autoestima, falta de convencimiento en sus posibilidades que eran ilimitadas pero que su cerebro se encargaba de limitarlas.

Tenía un manejo de derecha, mejor dicho,  de muñeca, propio de un prestidigitador. Era capaz de encestar en cualquier posición. Dejaba la pelota dormida al primer toque, bien se tratara de una pelota de goma maciza o la más tontorrona de las pelotas de tenis, su enceste era de seda. Lo achaco, no sé si será del todo cierto, a que en Markina, en su época los chavales echaban mano, a falta de cestas, a cualquier artilugio que les sirviera como herramienta de propulsión, cajas de zapatos, lo que sea; a falta de pelotas de verdad, utilizaban pelotas de tenis con lo complicado que resulta parar en la cesta una bola de esas.

Lo cierto es que Elorrio perteneció a la élite de  una “Universidad”  donde sólo se graduaban los alumnos más superdotados.

También, bajo mi punto de vista, Elorrio fue uno de los talentos malogrados que ha dado el deporte de la cesta curvada. LLegó sobrado a ser un delantero de primera, pero pudo haber sido uno de «primera especial», un top, un as, una de las grandes figuras. Recuerdo la exhibición que dió una tarde en Markina, el año 1987, un año antes de la huelga. Nos pusieron juntos contra una pareja de tralla, Beaskoetxea II-Elorduy. Un partido a priori, más que difícil. Antes de iniciarse el partido, le «comí el coco» completamente a «Lechuga» Elorrio. Psicologicamente le hice ver de sus posibilidades y de la oportunidad que se le presentaba de demostrar su juego delante de sus paisanos, a frontón lleno. Le transmití todo lo bueno que veía en él, aquella capacidad de desequilibrar a cualquiera con aquella derecha. Salió a la cancha como una moto.

Nada que ver con el bufón mantoso de otras veces, con el semblante serio desde el inicio Elorrio jugó como lo hacía el primer mes de temporada en Tampa. Con arranque, atrevido, desvergonzado. Fue el primer violín en un cuarteto donde yo le acompañé a las mil maravillas. Modestia aparte, a los 31 años, me encontraba en el punto más dulce de mi carrera. Le había cogido el punto a la preparación física y aguantaba los partidos más duros con toda garantía. Hice de jinete de un caballo ganador. Además, si bien Lalo Elorduy era un contrario terrible, pegaba como una bestia, era el típico adversario que a mi me gustaba, cambiándole de pelota cada seis-siete tantos, lo llevaba a mi terreno. Los pegadores se desesperan cuando tienen que jugar a 35 con pelota nueva. No tienen paciencia. Son como los boxeadores que saben que de no ganar por K.O. en los primeros asaltos pierden a los puntos.

Elorrio entraba de maravilla a bote-corrido. Ahí estuvo la clave. “Lechuga” cortaba las tarascadas de Elorduy con esa postura  y largaba estopa: adentro de arriba-abajo; al ancho, picada; dos-paredes matemáticas. Pero en Elorrio no todo era dibujos animados con la diestra, su revés era notable, tenía piernas de atleta a pesar de arrastrar un cuerpo con barriguita. Su rebote de revés era discreto pero el de derecha lo hubieran comprado la mayoría de delanteros por una fortuna. Con esa postura era capaz de dibujar la jugada más ingeniosa.

Fue un partido duro. Todo el que le haya visto jugar a Gonzalo Beaskoetxea sabe de qué hablo. Es cierto que donde más destacaba Beaskoetxea II era en Gernika, su feudo, pero tan cierto es que en cualquier escenario, era temible, lo daba todo. Aunque fuera perdiendo por varios tantos, nunca cejaba. Aquel día también se ganó el sueldo con creces, lo que pasó fue que enfrente tuvo a un superdotado que ese día optó por ponerse el buzo y combinar magia con trabajo. Una mezcla letal la de aquella tarde en la «Universidad». El otras veces pasota, el que dejaba caer gotas de genialidad en ese partido colmó el frasco de las esencias  y encima jugó a cara de perro, la criada les salió respondona a Beaskoetxea-Elorduy y a muchos de los espectadores que tiraron el dinero a favor de los que in extremis perdieron por tres tantos.

Esa tarde Elorrio se vistió con el frac de mago y tiró de artista y jugó como nunca jamás antes jugara ni posiblemente volviera a jugar. Fue una muestra de lo que pudo haber sido y no fue más que esporádicamente, un mes aquí otro allá. Un talento desaprovechado como algunos otros. Mi único mérito fue sacar a la luz el artista que “Lechuga” Elorrio llevaba dentro y del que yo tenía noticias de mi época de Tampa

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