Erdoza Menor: «El Fenómeno»

Tengo en mis manos un librito publicado a comienzos de la década de los años sesenta del siglo pasado: The Story of Jai-Alai (está escrito en inglés), cuyos autores son Jack y Bill Kofoed, padre e hijo, periodistas.Es un compendio de fotografías, datos, testimonios y retazos de la historia del jai-alai. Una auténtica delicia para los amantes de la historia de la cesta-punta.

Uno de los capítulos está dedicado a Erdoza Menor. Me ha parecido una buena historia para compartir ya que da a conocer aspectos de la carrera del más grande de todos los tiempos. Así comienza.

“En cualquier deporte hay discusiones sobre quién es el mejor. The Top Banana, el inalcanzable. En el jai-alai no hay discusión, la unanimidad es total y pertenece a Erdoza Menor.

Nació en Markina en 1889, hijo de un molinero y herrero apellidado Gárate. Se inició en el aprendizaje de la cesta-punta a los seis años y para los siete ganaba a chavales cuatro o cinco años mayores que él. Con 10 años ganó a los mejores pelotaris del momento y a los doce derrotaba con facilidad a los profesionales más renombrados.

Debutó a los 13 años en Madrid, sin apenas haber ido a la escuela. Con un buen compañero les ganaba a los mejores pelotaris de Madrid. A partir de ese momento, su carrera no tuvo rivales. Después de Madrid se fue a Barcelona, al frontón Novedades. Luego a Cuba y después a México.

A los 15 años Erdoza Menor pesaba 200 libras (91 kilos) y medía 5 pies y ocho pulgadas (1,73 centímetros), una cintura de 32 pulgadas (81 centímetros). Sus poderosos brazos le permitían lanzar la pelota más fuerte y más rápido que cualquier hombre vivo. Ocurría que a menudo sus rivales perdían la vista de la pelota y como resultado, huesos rotos y cicatrices. Debido a su potencia, muchos pelotaris suspendían inesperadamente después de que les programaran contra el campeón.

Cuando cumplió los 24 años decidió casarse con su chica de toda la vida de Markina. Construyó Villa Erdoza en lo alto de una colina y fue ahí donde nacieron sus dos niños y sus dos niñas.

En su vida privada era una persona generosa, amante de su familia y de sus vecinos. Era amable  y también una persona nerviosa. En la cancha Erdoza Menor se transformaba. Era brusco y de muy mal genio. Para sus compañeros era una pesadilla, les insultaba constantemente, fallan o no la pelota. Se maldecía a sí mismo cuando creía que no habían jugado según sus posibilidades. 

A Erdoza Menor le comparaban con un matador (torero). Encestaba la pelota a cinco metros del frontis y la devolvía tan fuerte que rebotaba en menos de un segundo. Nunca se movía del sitio de donde lanzaba la pelota, y la pelota, como si se tratara de los cuernos de un toro, no le pegaba por centímetros.

En una ocasión perdió ocho dientes y sufrió una nariz rota a consecuencia de un pelotazo en la cara. En otra ocasión la pelota le pegó justo encima del ojo derecho. Le dieron ocho puntos para cerrar la herida. Su vista, sin embargo, en ese ojo no volvió a ser la misma. A los 42 años usaba gafas (para jugar).

Su juego tuvo su recompensa monetaria. En la cúspide de su carrera y por muchos años más, ganaba el equivalente de 5.000 $ americanos y el 64% del ingreso por entradas en cada partido.

Erdoza Menor vivió de igual manera a como jugaba, sin contemplaciones. Gastó cada céntimo en sí mismo y en su familia. Le gustaban los mejores brandis, los mejores puros, las golosinas. Era un enamorado del boxeo, viajaba a menudo miles de kilómetros en barco para asistir a las mejores peleas. Comía en grandes cantidades. El siguiente es uno de los menús que aparecen en un periodico de La Habana de cuando jugó allí: un cochinillo, media docena de huevos, dos botellas de vino, dos chuletas T-bone. Todo en una sentada.

Aunque su formación escolar había acabado a los 13 años, era un lector voraz. Leía libros en vez de revistas y periódicos durante toda la noche. Debido a su naturaleza nerviosa, sufría de insomnio.

Ganó infinidad de partidos a lo largo de su carrera, y debido a su superioridad, le emparejaban con un compañero mediocre contra los tres mejores del cuadro.

En cierta ocasión, el verano del año 1921, anunciaron aquel partido en el frontón de México, los mexicanos no se lo podían creer. Antes de acabar el día todas las entradas estaban vendidas. La reventa llegó al 50 $ dólares… una suma fantástica en esos tiempos. 

Para poder entender la magnitud del desafío al que se enfrentaba Erdoza, hay que recordar que la cancha del frontón de la ciudad de México tiene una largura de 235 pies (71,628 centímetros). La ciudad está a una altitud de más de una milla, lo que dificulta la respiración. Hay que añadir que el partido se disputaba a 40 tantos.

A las dos del mediodía en punto, Erdoza Menor irrumpió en la cancha. Su entrada desencadenó un griterío de los miles de personas en el frontón. Otros tantos fuera, agrupados alrededor del recinto, empezaron a gritar.

Los adversarios de Erdoza también fueron recibidos con una salva de aplausos. Era un partido de ensueño. Y nadie más que Erdoza Menor era consciente del significado del partido. Ganarlo le suponía el pase a la inmortalidad… iba a suponer que fuera considerado el pelotari más grande que el mundo había conocido.

Los primeros 14 tantos fueron disputados, empataron a siete. El siguiente tanto, un saque ejecutado por Erdoza hizo que rompiera la cesta del delantero. El partido se reanudó varios minutos después.

Erdoza Menor, el ceño fruncido, peleaba en la cancha como un león enjaulado. Se abalanzaba sobre la pelota de manera imprudente. No le asustaba nada en la cancha (aunque tenía pánico a conducir un automóvil o montar en avión).

El atleta superdotado sudaba y jadeaba profusamente para el tanto 25. El marcador señalaba un 25 a 20. Sus contrarios estaban jugando bien, acertando en una y otra jugada.

Los aficionados no sospechaban lo que iba a pasarle a Erdoza al intentar conseguir el tanto 26. El “Campeón de los Campeones” se acercó hacia el frontis para hacer su jugada favorita, una cortada mortal. Pero la suerte la tenía en su contra. Por un momento perdió de vista a la pelota. Y al hacerlo, la pelota le golpeó la pierna.

Erdoza cayó, retorciéndose de dolor.

Por suerte el pelotazo no tocó el hueso, pero los músculos estaban dañados y sangraba internamente.

El juego se suspendió y llevaron al campeón a vestuarios. Le pusieron bolsas de hielo. A los veinte minutos remitió el dolor. Erdoza insistía en reanudar el partido. Todos estuvieron de acuerdo que era imposible, y que el partido se volvería a jugar en otra fecha.

“¡No!” gritó Erdoza Menor con voz de trueno, y cuando él decía “¡No!” quién se iba a poner a discutir. Saltó de la mesa, la cara desencajada por el dolor mientras daba unos pasos alrededor de la habitación, apoyándose primero en un pelotari, y después en la pared, para sujetarse. A los veinte minutos estaba caminando casi con normalidad.

Una hora después del momento del pelotazo, el público esperando ansiosamente noticias de lo que había ocurrido, Erdoza Menor irrumpió en la cancha. Su pierna vendada con cinta de esparadrapo. Cojeaba. Hizo unas carrerillas y lanzó unas pelotas de prueba.

Hizo un gesto de aprobación con la cabeza y se reanudó el partido. Sin darse cuenta perdió tres tantos seguidos. Enfurecido, rompió la cesta desgarrandola con un par de manotazos. La reemplazó por otra.

Encolerizado, empujado por las ganas de ganar, hizo que el dolor prácticamente desapareciera. Como si el accidente no hubiera ocurrido, Erdoza volvió con la táctica de remates feroces. En el tanto siguiente se abalanzó hacia el frontis aprovechando su poder para rematar. Hizo el tanto encarrilando de nuevo el partido.

Aunque sus contrarios, dos pelotaris de mucho juego, estaban jugando a su máximo nivel, no podían mantener el ritmo. El rugido en las gradas era constante, un clamor ensordecedor al margen de quién había hecho el tanto. Los aficionados, conscientes del momento histórico que estaban viviendo, disfrutaban de cada momento.

Cuando Erdoza hizo su último tanto y se alejó de la cancha con un marcador favorable de 40 a 28, la ovación que recibió sacudió los cimientos del edificio.

Esa lesión le obligó a estar fuera de la cancha casi dos meses, su pierna inflamada doble de lo normal. Pero mientras Erdoza –que a raíz de esa victoria lo llamaban “El Fenómeno”–, convalecía, se convirtió en tema de conversación en toda la nación. Alternaba con el presidente de México, diplomáticos y otras figuras deportivas. Pasó mucho tiempo con su familia y les enseñó sus mejores jugadas a sus dos hijos. Ambos, con el paso del tiempo, se hicieron profesionales, y el más joven, quien jugó con el nombre de Erdoza también, jugó en Miami y en Dania. El joven Erdoza se nacionalizó ciudadano americano y también sus dos hijos y sus dos hijas.

Pasaron los años pero nadie notó que bajara en su rendimiento hasta alcanzar los 50. Le apremiaron a que se retirara pero no podía. “Prefiero jugar mal, mientras pueda seguir jugando” decía a todo el mundo.

Los médicos le diagnosticaron una arritmia en el corazón, pero Erdoza Menor no quería oír hablar de ello.

A los 52 el poder y su juego habían desaparecido; aún así, los aficionados seguían acudiendo para verle jugar. 

El 10 de diciembre del año 1941, el frontón en Barcelona estaba abarrotado de público como acostumbraba. Su hijo estaba en la grada. Erdoza Menor hizo el primer tanto, y después perdió el segundo y el tercero, a continuación hizo dos tantos seguidos. El marcador señalaba cinco a cuatro a favor de la pareja de Erdoza.

Erdoza estaba jadeando aunque el partido justo había comenzado. No hacía mucho que le había confesado a su hijo Eusebio, que carecía de fortaleza física. Tal vez por eso, Erdoza Menor se paró para examinar la pelota y su cesta después de hacer el primer tanto. Necesitaba esos segundos extra antes de volver a sacar.

El viejo campeón se acercó a la raya de saque y botó la pelota. Antes de encestarla, colapsó cayendo fulminado. El público se quedó helado, sus contrarios y su compañero, boquiabiertos. ¿Qué había ocurrido? ¿Se había lesionado?

Los pelotaris y sus seguidores corrieron hacia Erdoza. Lo llevaron a los vestuarios. Un médico que estaba en el público acudió y le tomó el pulso. No tenía pulso. El doctor sacó el estetoscopio de su maletín y lo colocó a la altura del corazón. No emitía sonido alguno.

Erdoza Menor había muerto en la cancha.

Todo el mundo hispano-parlante guardó luto por “El Fenómeno”. Las mujeres vestían de negro, las banderas ondeaban a media asta. Los periódicos dedicaron primeras portadas para ensalzar su figura.

“Mi padre sabía dos semanas antes que podía morir de un infarto al corazón, en cualquier momento”, declaró Eusebio, su hijo. “Le rogamos que se retirara, pero no quería. Yo creo que quería morir como había vivido, con una cesta en su mano y el rugido del público de fondo”.

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