Mientras pide al camarero un plato de chorizo picante me dice el inspector “Garret”.
¿“Sabes que un Aberri Eguna le salvó el pellejo a Magaña?”…
Garrito no deja de ser una caja de sorpresas.
Se reunían en el Toki-Ona. Pelotaris, frailes y boxeadores que se hospedaban en el hostal. “Hay que sacar a Magaña de la prisión”, la opinión era unánime. “Antes de que sea tarde y lo lleven al paredón”. El Vaticano, la embajada española, Hemingway también había hecho alguna gestión. En vano, Magaña seguía preso en La Cabaña y su vida peligraba..
No todos sus compañeros le veían con buenos ojos, algunos no compartían la agitada vida que había llevado. “Él se lo ha buscado”, decían.
Pero, el criterio de la mayoría se imponía. El panorama se estaba complicando. El Jai-Alai de La Habana se venía abajo. Primero lo cerraron, lo volvieron a abrir con otros gestores, suprimieron las apuestas. No cumplían con los contratos acordados. El cierre era inminente, se mascaba la tragedia. El templo de la pelota, el Palacio de los gritos, que tanto esfuerzos costó abrirlo, cualquier día cerraba sus puertas. Los pelotaris vascos empezaron a marcharse, fueron quedándose los locales. Pintaban bastos.
Había que salvar al paisano. Además, la situación en el presidio empeoraba. Un día, el padre Javier Arzuaga llegó desolado al Toki-Ona. Martín Odriozola intuyó enseguida que algo grave había ocurrido en la fortaleza. En sus peores momentos, no lo había visto tan destrozado.
¿Magaña tal vez, lo habrían fusilado?
El Ché impuso que todos sus hombres debían formar parte del pelotón de fusilamiento, en grupos rotativos de seis, pero no todos tenían la sangre fría necesaria. Una noche como tantas, acompañó a un condenado. “Conversamos unos minutos y procedimos a hacer los ritos de despedida, el beso a la cruz, el abrazo, el que Dios te acompañe. Me hice a un lado”.
Tiraron, el hombre se desplomó pero no murió. Gritaba: “Padre, Padre…” El cura suplicó: “Ya se cumplió la pena de fusilamiento, ya se cumplió la sentencia… llévenlo a un hospital”.
El Coreano ordenó al jefe del pelotón que le diera el tiro de gracia; tiró con los ojos cerrados “y no se sabe adonde fue a parar la bala, el moribundo seguía gritando: “Padre, Padre… Otro tiro de gracia, otra bala perdida y seguían los gritos…
Entonces, Javier Arzuaga agarró al oficial por la muñeca: “acerqué lo que más pude la mano a la cabeza del moribundo… le grité: ¡dispara ya… dispara ya!”. Solo así acertó.
Había, pues, que sacarlo cuanto antes. Urdieron un plan de fuga.
A uno de los frailes, a Biain, se le ocurrió por qué no celebrar el Aberri Eguna (fiesta del nacionalismo vasco) en La Cabaña. Estaban en el mes de abril y el día de Resurrección se les echaba encima. Lo celebraban todos los años en el Toki-Ona, bailes vasco, versos y una buena comida.
A Hemingway le pareció una idea excelente. Hablaría con el Ché, le tocaría la fibra de su ascendencia vasca, los orígenes y toda esa historia. Además, a los dictadores les agrada ese tipo de gestos cara a la galería.
El comandante de la fortaleza se negó al principio y accedió después, de mala gana. Le explicaron en qué iba a consistir la fiesta. Nada de actos religiosos para que no se mosqueara. En primer lugar bailarían en paños menores Alicia Parlá, la reina de la rumba cubana, ex de Guillermo; acompañada de Cloty, la raquetista, amante de Magaña. La coreografía correría a cargo del fraile Patxi Iraola. A continuación, pelearían a doce asaltos, Kid Chocolate contra Kid Gavilán, ambos, huéspedes en el Toki-Ona. Hemingway haría de árbitro. Nico, el negro Frías, había contactado con Celia Cruz, Miguelito Valdés y Toña la Negra del grupo Sonora Matancera, ellos animarían la velada en una sesión de mambo, guaracha, conga y boleros.
Martín Odriozola se encargaría de la logística. Asarían al burduntzi varios cerdos y no faltarían las cajas de Hatuey y de ron, coca-cola y refrescos.
Lo que los guardianes ignoraban era que, aprovechando el fragor de la fiesta, cuando los centinelas estuvieran lo suficientemente borrachos. Frías, vestido de franciscano entraría en la celda de Magaña y los dos, con el hábito franciscano, se darían a la fuga escondidos en la ranchera de los frailes.
El día señalado, un 12 de abril, amaneció lloviendo a mares. El presagio no era bueno, pero, afortunadamente, los rezos de los religiosos surtieron efecto, la cosa es que desaparecieron las nubes y el sol empezó a calentar con fuerza.
Se subieron a una guagua, un school-bus de color amarillo y, la comitiva compuesta por pelotaris, boxeadores, frailes, bailarinas, músicos y algunas putas infiltradas, se puso en marcha. Llegaron a la fortaleza y los recibió el Ché, acompañado por el Coreano. El comandante se mosqueó cuando vio a Frías vestido de obispo, repartiendo bendiciones, proclamando a los cuatro vientos que él era el obispo de Camaguey enviado por el sumo pontífice. A punto estuvo el comandante de la fortaleza de mandar al carajo la fiesta, pero la presencia de las putas le hizo cambiar de opinión.
El Ché y el Coreano se excusaron diciendo que una cosa era acceder y otra participar en una fiesta burguesa, en tiempos en los que primaba la construcción de la patria, la auténtica Revolución. Se largaron acto seguido agarrados del brazo por dos putas. Los organizadores respiraron aliviados ante la anunciada ausencia de los dos mandatarios.
Improvisaron un ring. La tropa y los presos lo rodearon, más de mil personas en su totalidad. Kid Gavilán y Kid Chocolate acordaron con los promotores que se limitarían a un intercambio de golpes, una exhibición. Hemingway iba a ejercer de árbitro, pero no se sabe lo que pasó, si se fue de pesca la víspera y pescó un borrachera; o, viceversa, que agarró una que le impidió salir de pesca. El ex alcalde de San José de la Alhaja, Minito Navarro, cubrió la baja del escritor.
La pelea se torció cuando tras un golpe bajo, Kid Gavilán le llamó “comemierda” a Kid Chocolate. Se dieron de trompazos hasta en el carnet de identidad. Tuvo que intervenir el prior de los frailes, el padre Baztarrika, para separarlos, se habían cumplido los 12 asaltos acordados y seguían repartiendo estopa como si el titulo mundial de los welter estuviera en juego.
Para rebajar la tensión subieron al ring las bailarinas en paños menores. Alicia Parlá, la ex de Guillermo; Cloty, la raquetista y otra bailarina que se sumó al duo a última hora: la vedette del Tropicana: Indira. Bailaron un aurresku y una ezpata-dantza acompañadas al acordeón por el fraile Patxi Iraola. La que armaron no lo consiguió Marilyn Monroe visitando a las tropas americanas ni Marta Sánchez, años después, de visita a las tropas españolas.
Corría la cerveza y el ron, los cerdos al burduntzi llenaban el estomago. La fiesta iba por buen camino. Subieron al escenario a ritmo de salsa, guaracha, conga y mambo: Celia Cruz, Miguelito Valdés y Toña la Negra, detrás el resto de los componentes de la Sonora Matancera…
“¡Asúcar!”… gritaba a los cuatro vientos la “Guarachera”.
Dos horas de salsa, guaracha, conga y mambo fueron suficientes, la tropa estaba rendida. Los soldados habían pillado una cogorza tal, que eran incapaces de sujetar los fusiles. Era la hora acordada. Frías vestido de obispo, acompañado por dos frailes, cogió la las llaves de los calabozos y se dirigieron a la celda donde estaba preso Magaña. Le hicieron vestir un hábito de fraile y salieron de las mazmorras.
El prior, el padre Baztarrika, dio la orden con un silbido y toda la comitiva compuesta por pelotaris, boxeadores, frailes y bailarinas (las putas se habían ido con el Ché y con el Coreano) salieron pitando hacia la guagua de color amarillo que les esperaba con Martín Odriozola al volante. El negro Frías se puso a su lado mientras se despojaba de los hábitos de obispo, mirando hacia atrás para asegurarse que no faltaba nadie; por el retrovisor, por si les perseguían los soldados o el Ché.
“Acelera, Martín, antes de que aparezcan el sátrapa y el hijoputa del Coreano”.
Se dieron a la fuga zingando, quemando ruedas y dejando tras el school- bus una enorme nube de polvo.
Llegaron al puerto de Cojímar, allí les esperaba el vaporcito “Amama”, propiedad de Cesáreo Marcos. La comitiva se despidió de Magaña y de Cloty y de dos frailes más que les acompañarían en la travesía hasta Veracruz; luego seguirían camino del D.F., donde se hospedarían en casa de los Pradera.
“Las vueltas que da la vida”, le digo aliviado al inspector Garret.