Bandini, hoy te voy a hablar de un pelotari que en Zaragoza era conocido como Echeverria; en Tampa como Soriano. Todos, sin embargo , le llamaban “Toñito”. Lo del diminutivo sonaba a grotesco porque la criatura pesaba más de cien kilos y medía casi los dos metros. No era un adonis ni su fisonomía se asemejaba a una escultura griega. Algunos jodedores del cuadro, había unos cuantos, decían que su cuerpo era algo parecido a una botella de Coca-Cola. Un día de Halloween se disfrazó de uno de los miembros de la familia Addams y arrasó.
Había algo más sobre “Toñito”. Era el pelotari más popular del cuadro, el que más público tenía, más que Bolíbar, que ya era un decir.
Como te decía, Bandini, era tan grandote que podía pasar como pívot en los Angeles Lakers. El jodedor de Chirtu le puso de apodo “Mulacén”, por doble motivo, porque el Mulacén es el pico más alto de la península ibérica y, por otro lado, por ser hijo del “Mulo” (Antonio Echeverria Mendizabal, Donostia, 1923).
Lo de los apodos estaba muy extendido en el mundo del jai-alai. En Tampa, al juez delantero, Joe de la Rosa, le llamábamos “Ojo Trueno” porque tenía un ojo mirando al tendido. Azpiri, que tenía una pierna más corta que la otra, era “Gasparilla” en honor a un pirata de ese nombre que arrasó la bahía de Tampa años atrás.
Toñito jugaba todo con la derecha. Es decir, un derechista nato. En contadas ocasiones entraba con el revés, se podían contar con los dedos de la mano las veces que lo hacía de esa postura. Cuando la pelota le venía pegada a la pared izquierda, se anticipaba para ir a bote-corrido, jugada que dominaba como pocos, y con el casco-cabeza pegado a la pared encestaba, qué digo encestar, arrancaba de derecha la bola que venía besando la pintura. Le tenías que ver, Bandini.
Los zagueros de antes no se quedaban a la espera como don Tancredo de que la pelota les viniera. No. Iban a por ella. Arrancaban para coger impulso, ya sea de revés o de derecha. Soriano era un fenómeno yendo a por la bola. Lo suyo eran tarascadas como si respondiera a un toque de corneta del séptimo de caballería y él convertido en una diligencia sin frenos.
Largaba de derecha de arriba-abajo o a dos-paredes y hacía daño. Tanto que los rivales en cuanto veían aparecer su enorme humanidad a restar el saque, corrían y se apresuraban para cambiar de pelota y buscar la más nueva, la más muerta. Soriano no se andaba con chiquitas.
Cuando perdía el tanto se quitaba el casco como si lo arrancara de cuajo de la cabeza y se quedaba mirando al público con los brazos abiertos, en una mano la cesta y en la otra el casco. Desafiante como un luchador de lucha libre mirando al tendido, con la boca abierta donde relucían unos dientes que parecían las teclas de un piano.
Era apoteósico ver a 5.000 o 6.000 almas jalear al grandote de “Toñito” y éste, en lugar de mostrar enfado, lo que hacia era ofrecerles la mejor de sus sonrisas.
A “Toñito” lo de pelotari le venía de serie, de genética mejor dicho. Su abuelo José Echeverria Recarte, nacido en Irún el año 1880, jugó en infinidad de frontones, Italia, Brasil, Cuba…
Tres hijos de José Echeverria fueron pelotaris: Cándido; el padre de “Toñito”, Antonio Echeverria, apodado “El Mulo”, “El Grandote”; y Echeverria I, “Fish”, “El Pescado”, de quien cuentan que tenía una derecha tan buena, tan eficaz, que cuando cogía el saque en la single se llevaba las quinielas de calle en el Jai-Alai de Miami.
“Toñito” tuvo otro hermano que también jugó a jai-alai. Los hermanos Mendi son, así mismo, primos de Soriano.
Vaya saga, Bandini.
Soriano no reboteaba nada, menos que yo. Se valía de su gran envergadura para evitar que la pelota fuera a chula, pero si por casualidad, un descuido, la bola le rebasaba, se limitaba a pararla con la cesta; o bien, reboteaba (es un decir) tirándose al piso. Cuando se producía el simulacro, parecía que un armario repleto de estanterías se descacharraba de imprevisto. Rara era la vez que conseguía que la pelota alcanzara el frontis.
Tras la tentativa se quedaba sentado mirando al público, los brazos abrazados a las rodillas y enseñando aquellos enormes dientes dibujando una sonrisa. La reacción del público no se hacía esperar. Poco importaba que hubiera perdido el tanto, que su delantero se cagara en lo más barrido y que los apostadores que le llevaban como boleto ganador vieran frustradas sus expectativas. Puestos en pie lo aclamaban, algunos con aplausos otros con silbidos, nadie quedaba indiferente mientras “Toñito” permanecía sentado en mitad de la cancha (tal vez a la espera de recomponer fuerzas y lograr ponerse en pie) con una sonrisa de oreja a oreja.
Todos felices menos los intendentes Beitia y Arregui, nerviosos, porque se retrasaba la función y la última quiniela tenía que empezar para las doce de la noche.
Fueron pelotaris como él y como Guerrica los que ponían la sal y la pimienta, los que, a su manera, elevaron el juego a la categoría de espectáculo. Ha habido otros pero los que yo conocí en mis primeros años fueron ellos dos.
Cuando “Toñito” jugaba o lo hacía Guerrica, sabías que algo iba a pasar. Corríamos escaleras arriba hacia el palco de pelotaris para verlos jugar y ver la reacción de los aficionados y sentirte feliz de ser parte de aquel circo que fue el jai-alai en aquellos años.
Esto es todo por hoy, Bandini.