Mi querido Bandini
Como te comenté telefónicamente, fui al frontón por segundo día consecutivo. Me senté en una silla plegable a la altura del cuadro diez, (me gusta observar a los zagueros). Delante hay cinco filas de butacas, eso es todo. No sé por qué, me viene el recuerdo del Ezkurdi de Durango, los pelotaris a unos metros… pero el sonido de la pelota no es el mismo, será la acústica o serán las pelotas.
A mi espalda un muro de color granate me separa del casino, ese otro mundo, el que le ha metido la estocada final al jai-alai en tierra americana.
Hago un rápido conteo y estaremos unas cincuenta personas echando por arriba. Apostadores todos, menos yo. Oigo una voz a mi derecha.
Are you Zulaica´s brother? (¿Eres el hermano de Zulaica?
Ya empezamos, pienso. Cuando te dicen si eres hermano de, hijo de… dan a entender que tu familiar era la figura y tú, uno más del montón (serán mis complejos).
“Me acuerdo de ti. Eras un jugador defensivo, de los que le gusta alargar el tanto”… (joder, otro golpe a mi ego, a mi guilladera).
Se llama Steve, tendrá unos setenta años, la barba recortada y lleva gafas, viste pantalón corto, un t-shirt y chancletas, al caminar cojea ligeramente. Nació en Brooklyn (NY) y se vino a Florida para escapar del frío.
“Odio el clima del norte”.
Llegó el año 1974 (mi primera temporada en Tampa) y se enamoró del jai-alai, lo comenzó a practicar en las canchitas de North Miami.
“Mis amigos me llaman Steve “the Hook” (el Gancho), por mi postura de derecha (hace un gesto con su brazo, no distingo si es una picada o una cortada).
Steve no quita el ojo de la cancha mientras habla, lleva un puñado de tickets en la mano. Jairo se lleva la quiniela individual de calle.
“Apuesto por estadísticas, no por los jugadores”.
Se apuesta sus cuarenta o cincuenta dólares por función. A los largo de estos años, desde el 74, calcula que habrá ganado unos 6.000 o 7.000 dólares apostando en el jai-alai.
El intervalo entre quiniela y quiniela es de unos cinco minutos. Steve controla el tiempo mientras me habla de Joey, para él, el mejor delantero que ha conocido. En la zaga, era Soroa unos de sus favoritos.
“A Churruca lo vi jugar en Bridgeport, ya era un poco mayor, buena colocación”.
Steve me deja asombrado por su memoria. Me da la impresión, por las explicaciones que me da, de que conoce a todos los pelotaris desde el año 74.
“En Tampa había uno que era todavía más alto que tú, ¿cual era su nombre?… Oh, sí, Soriano o algo por el estilo. Cómo encestaba con la derecha contra la pared izquierda (hace el gesto con el brazo). No sabía rebotear. Jugó aquí otro, Zaran, que tampoco reboteaba.
Steve se levanta y se va a apostar. Hay una boletera en un mostrador y cinco máquinas donde puedes hacer tu apuesta. La artillería, el derroche de máquinas, cientos de tragaperras, mesas de póker, Black Jack y juegos que no llego a identificar, están cruzando un pasillo a la entrada, adonde se dirigen centenares de apostadores que se dispersan por unas enormes salas distribuidas en dos pisos.
“Espera a ver el casino de los indios, a tres millas de aquí, te vas a caer de espaldas, me dijo la víspera mi hijo Jon.
Steve no quiere saber nada de casinos. Le pregunto qué va a hacer cuando cierren Dania en un par de semanas. No lo sabe.
“Magic City?”, le tiento.
“That’s bull shit, man. (Eso es una mierda, tío). Frontón de cristal, eso no es jai-alai. Si dura un año, mucho. ¿Cómo puede ser que no dejen entrar al público salvo los sábados? Ganan tanto dinero con el casino, que utilizan esa falsificación de jai-alai como refugio para los impuestos”.
Hace un gesto con la mano como queriendo mandarlo a la mierda.
Steve sigue casi todos los partidos que ofrecen por televisión del otro lado del Atlántico, sobre todo los que se juegan en Francia. Steve, en realidad, es una base de datos impresiónate que se remonta al año 1974. Ha pisado casi todos los frontones que ha habido. Me habla de pelotaris de Daytona, de Orlando, pero sobre todo de Tampa y de Miami, me los describe con detalles que no cabe imaginar. Le digo que debería de escribir un libro. Niega con la cabeza.
“Steve”, le digo nada más volver de hacer su apuesta.
“¿No tuviste la tentación de debutar durante la huelga?”
El “Gancho” se revuelve en su silla.
“Me ofrecieron contrato para jugar aquí, en Dania. Pero, tú sabes, tenía un trabajo a tiempo completo y, además, pertenecía a una unión”… (Steve trabajó de socorriste en Miami Beach y se jubiló con una buena pensión).
Ahí lo deja. No insisto.
Erik acaba de ganar su segunda quiniela. Es una máquina.
“You know, Zulaica? Algunos dicen que Erik hubiera jugado las quinielas medianas en Miami, en los años setenta. Yo les digo que no, el chico tiene mucho talento. Eso no se aprende, eso se tiene”.
Steve, the Hook, me cuenta que en Magic City le han rechazado a Erik porque tiene demasiado juego.
“¿Te puedes imaginar algo así?”
Steve viene al frontón todos los miércoles, matiné y noche, y los jueves. Viene de Miami. Los fines de semana no puede porque tiene un negocio en Big Pine Key, un mercadillo donde vende camisetas por cinco dólares, los turistas le quitan de las manos. Él, el Gancho, lleva una puesta, tienen un bolsillo delantero, por eso son tan atractivas, me dice señalándomela, todo orgulloso.
“Side money”, un dinerillo extra.
“Conozco un chico que jugó que te conoce. Marvin, ¿te acuerdas de él?”
“Marvin?, le digo. Uno que jugó de esquirol en Bridgeport. Que fue vecino nuestro en Ocala en los años setenta?”
“Sí”, me contesta. No me lo puedo creer. Lo recuerdo del año de la huelga, cuando lo vi cruzar el piquete…
“Crecimos juntos en Brooklyn, buen amigo mío. Jugó un par de temporadas y luego lo echaron. Era muy malo, como la mayoría de aquellos”.
Se levanta de su asiento sin decirme nada y se va caminando con su cojera en dirección al puesto de apuestas.
Cuando vuelve me dice que él, le compraba las cestas a Garita, unos 125 dólares por cesta. Era un hombrachón.
“Se fue, su padre estuvo por aquí hace cinco o seis años”.
Steve está molesto. Sabe que el último fin de semana vendrá la televisión y decenas de antiguos pelotaris y aficionados para asistir al final.
“¿Dónde han estado los últimos años, todos estos meses para apoyar el jai-alai?”
“Ya le he dicho a mi mujer que ese fin de semana no cuente conmigo en el mercadillo. No puedo fallar”.
No todo el mundo es como Steve, the Hook. Probablemente no haya nadie en el jai-alai americano que tenga tanta pasión por el deporte vasco, y que maneje tanta información.
Ladutxe se lleva la octava, la single, la última quiniela de la función.
“Un gran zaguero”, me dice. “De la vieja escuela”.
Steve ha apostado a favor de él, lleva el 2-6. Cincuenta dólares al bolsillo, a añadir a los 6.000 o 7.000 que lleva ganando durante los últimos 50 años.
La función ha terminado. Se aleja cojeando, con los boletos en la mano. Uno de ellos, boleto ganador.
“La semana que viene estaré por aquí”, se despide. Le creo.
A partir del día 28, Steve “The Hook”, no tendrá adonde ir.