Nos alejamos de Casa Senra y de la cafetería Cloty (escenario de un crimen), dejamos la calle San Francisco y nos adentramos por Berminghan para ir al Hidalgo 56; al inspector Garret le habían dado un soplo.
“La ensaladilla rusa del Hidalgo está tremenda, bastante mejor que la del Ezkurra”.
“Hay que probarla”, le digo. “Me encanta la del Ezkurra”.
“¿Sabías que los antiguos dueños del Ezkurra, uno de ellos al menos, jugaba a cesta-punta?” intento sorprender al inspector que sabe de todo.
“Con el nombre de Balda. La familia era originaria de Navarra, de Saldías, cerca de Leitza. Cazadores de jabalíes. Con uno de ellos llegué a jugar el campeonato de aficionados de Gipuzkoa, yo tenía 11 años. Los torneos de aficionados se jugaban en el frontón Urumea, cerca de la Zurriola. Imagínate cómo cambian los tiempos. Entonces en el campo aficionado en Gipuzkoa no había más que media docena de parejas, todos pelotaris veteranos. Uno era dentista, el otro profesor de auto escuela, bancario o barero como Balda; o zapatero como Xapaterito de Astigarraga. Salvo estos aficionados entusiastas, el resto debutaba como profesional en Madrid, Zaragoza, Barcelona, Palma de Mallorca o Canarias”.
En el Hidalgo 56 hay cuatro viejetes de cháchara, sentados, no se puede consumir en barra por las normas anti-covid. Ocupamos una mesa al fondo. Pedimos dos raciones de “Zurriola” (ensaladilla rusa) y una botella de chacolí. La víspera fueron los cumpleaños del inspector y se ha empeñado en volver a celebrarlo.
Para romper el silencio le pregunto.
“¿Qué tal le fue a Magaña en el D.F.?
“Las pasó putas al principio. Tuvo que estar sin salir de casa como tres meses. Los dos frailes y él. Imagínate. Una ciudad como la del D.F. y sin poder salir de alterne. Cuando Fidel (Castro) se enteró de la fuga casi le bota al Che. Hubo una crisis de gobierno. Una humillación a nivel internacional. Lo sacó de La Cabaña y lo puso al frente del ministerio de industria, para aparentar que no había pasado nada, quitarle hierro al asunto, vamos.
Lo que hicieron los hermanísimos (Fidel y Raúl) fue ordenar al D. I. C. (Servicios secretos cubanos) a su jefe, Reynaldo Picadillo de la Torriente, la búsqueda y captura del pelotari fugado. Este organismo a su vez conformó un comando compuesto por Miguel A. Gonzalez, más conocido como el Coreano, y dos guajiros reconvertidos en sicarios para que lo buscaran por todo el mundo. Lo que en realidad buscaban era las dos maletas, una de joyas y la otra llena de fajos de billetes de 100 dólares, que Magaña, a través de Cloty, sacó del país, vía Cayo Hueso-Dania.
No es de extrañar que Magaña tuviera que acostumbrarse a vivir en la clandestinidad, durmiendo con la Luger debajo de la almohada. Y dos frailes de escolta permanente. Aida Pi Veitia (la esposa de “Potro” y madre de “Potrito” Pradera) cumplió el papel de heroína en esta historia al dar cobijo a los fugados.
Al conocer la historia de La Cabaña, Aida decía:
“No me extraña nada. Nunca me gustó el “Chancho” argentino ése (así le llamaban al Che en sus estancia en el D. F.), le hacía ascos al agua”.
Magaña se hizo una operación de cirugía estética, le achataron la nariz, le metieron Botox en los mofletes, ganó 20 kilos a base de tacos, enchiladas y tortas cubanas y su aspecto era ahora, la de un hombre más bien rechoncho. Se dejó crecer la barba.
En casa de los Pradera se reunían varios intelectuales mexicanos, escritores la mayoría. No era raro que coincidieran Octavio Paz, Carlos Fuentes, Rulfo o Arreola Zúñiga. El más salado en aquellas tertulias era Paco Ignacio Taibo II. Le gustaba decir que lo de los dos palos, Taibo II, le venía de su padre. Tras finalizar su primer libro fue adonde su padre y le dijo:
“Ya acabé el libro”. Su padre le contestó: “¿Y qué chingados, cómo lo vas a firmar?”
Los dos se llamaban igual, Paco Ignacio.
“Pues, no se”.
“¿Por qué no lo firmas como Paco Ignacio Taibo II, como los pelotaris?”
De aquellas tertulias literarias le vino a Magaña su afición tardía a la literatura. De no haber leído otra cosa que el periódico, las crónicas de Secades o de Losada, sobre jai-alai o beisbol; de pronto, le entró el gusanillo de las letras. Realismo mágico, noveal negra, ensayo, poesía… términos que le sonaban a chino. Ahora opinaba de tú a tú con Rulfo sobre realismo mágico o de novela negra con Paco Ignacio Taibo II. Horas de soledad en la clandestinidad dan para mucho. Otra cosa que se dio cuenta el fugado fue que los escritores no hablan más que de literatura, como los pelotaris que cuando nos juntamos el monotema es la pelota: si Katxín Uriarte fue mejor que Chiquito de Bolibar; si el costado de Joey era mejor que el de Samuel Inclán.
Una tarde se presentó en casa de los Pradera el periodista Paco Turrillas, director de la revista “Cancha”. Sabe Dios cómo se enteró de la presencia de Magaña, pero allí estaba dispuesto a platicar con su paisano, los dos donostiarras.
La llegada de Turrillas a México fue rocambolesca, como lo fue la de Magaña.
Turrillas nació en el número 54 de la calle 31 de agosto, frente a la iglesia de San Vicente de la Parte Vieja de San Sebastián. Su padre, Carlos Turrillas, era de origen navarro. Su madre era María Bordagaray Gamboa. Se quedó huérfano de madre siendo un niño. Chaval inquieto, de mucho nervio.
Tras sus primeros estudios ingresó en el periódico: “La Voz de Guipuzcoa”. Al poco de comenzar la guerra civil, los fascistas entraron en Donostia e incautaron el periódico. Le cambiaron el nombre por el de “La Voz de España”.
En ese periódico se forjó como periodista. Su otra pasión fue el boxeo. Llegó a disputar la final de aficionados en los pesos gallos.
Estalló la guerra civil y se encuadró en las filas de Euzko Indarra, un batallón compuesto por jóvenes gudaris de Acción Nacionalista Vasca. Luchó en Euskadi y después en Asturias. Volvió del frente y se colocó como redactor del diario de A.N.V. “Tierra Vasca”. El director era José Olivares, el famoso Tellagorri.
Cayó Bilbao y regresó al Euzko Indarra con el grado de teniente, hasta el pacto o rendición de las tropas vascas al ejército italiano.
“Ahí nos chingaron a todos”.
Se le llamó el “Pacto de Santoña” al acuerdo firmado con los mandos militares italianos, en el que se garantizaban la vida de todos los gudaris vascos sin distinción de rango.
“¡Hijos de puta!”
Les hicieron prisioneros y les encerraron a todos en la prisión de El Dueso (Santoña).
Al poco del ingreso, les juzgaron, si así se le puede llamar a aquel simulacro de juicio, y como a miles de vascos, le condenaron a muerte.
En espera de ser ejecutado transcurrieron 26 meses. Angustia, un sin vivir. Tuvo la suerte de ser requerido para dar clases de inglés y de taquigrafía a varios oficiales franquistas del centro penitenciario.
Este hecho hizo que salvara la vida. Un día, un alférez le transmitió en secreto una información de vital trascendencia:
“Paco, mañana te toca a tí”.
Turrillas no estaba dispuesto a morir fusilado ante las balas de los fascistas. Prefería morir intentando ser un hombre libre.
Elaboró un plan de fuga. Una locura suicida casi imposible de llevar a cabo. Lo comentó a dos de sus íntimos amigos. Ellos estaban en la misma tesitura. Morir en el intento o ser ejecutados contra el paredón de la prisión.
Empezó a llover torrencialmente, no se veía a más de dos metros. Atravesaron muros y alambradas, la lluvia la mejor aliada. Fuera de la prisión, corrieron hasta el amanecer. Extenuados, muertos de frío, se ocultaron entre los matorrales. Los día siguientes durmieron de día y caminaron de noche.
Se alimentaban de mala manera. Frutas que robaban, hierbas… Sacaron fuerzas de flaqueza y después de varias jornadas de caminar por el monte, llegaron a Iparralde (País Vasco-Francés). La gendarmería les detuvo en la muga y, automáticamente, les llevó hasta el puente de Behobia para entregarles a las autoridades españolas. Lo que significaba ser fusilados de inmediato.
Suplicaron a los gendarmes clemencia y en lugar de entregarles les permitieron lanzarse al agua y cruzar a nado el río Bidasoa.
Los carabineros les tirotearon y sus compañeros de fuga perecieron bajo las balas. Turrillas consiguió escabullirse y con la muerte en los talones consiguió llegar a Donostia.
Sus familiares le dieron cobijo y pasó 22 meses escondido en el hueco de una escalera. No se puede imaginar el terror que sentía cuando la policía franquista venía a la casa a interrogar a sus familiares. Durante ese tiempo uno de los reclamos publicitarios, tanto en prensa como en radio, fue le de:
“SE BUSCA. FRANCISCO TURRILLAS: VIVO O MUERTO”.
Abandonó su escondite y consiguió llegar a Madrid, y desde allí a Lisboa (Portugal). La penalidades continuaron, cada vez más desesperado. Después de su larga estancia en Lisboa, tras realizar mil peticiones y gestiones a través de la Delegación del Gobierno Vasco en Londres, consiguió llegar a México.
Los dos paisanos se abrazaron.
“Ten cuidado, Magaña”, le dijo el director de CANCHA.
“Andan tres tipos siniestros en el frontón México preguntado por tí.
El inspector Garret, nada más terminar su relato, se metió un bocado de ensaladilla rusa en la boca.
“¡Uaaaaáá´!… chaval… ¡Bocatto di cardinale!”