El tablero de corcho

Después de interrogar a Cloty nos pertrechamos de comida en el Ezkurra y el restaurante japonés. Ensaladilla rusa y sushi en abundancia. Al entrar en comisaría, Garro saludó a su ayudante con la cabeza, para entonces Pascual había apagado apresuradamente el porro que se estaba fumando. El vestíbulo apestaba a yerba.
Nos dimos un atracón, mejor dicho, la mayor parte se llevó el inspector. A mí con una ración de ensaladilla me bastaba. Pasaba de sushi, esos pedazos de salmón, pescado crudo… me echaba para atrás. “Cómo se nota que no has vivido en Oriente”, me dijo Garro mientras se tragaba el último pedazo de salmón empapado en salsa de soja. Se había pimplado la botella de txakolí y varios lamparones resaltaban a la altura del pecho de su guayabera. Después de la ingesta se le veía de muchos mejor humor. A través del interfono llamó a Pascual y le pidió un par de cafés. “El mío, como siempre, bien cargado”.
A los pocos minutos llamaron a la puerta y entró el ertzaina arrastrando los pies. Depositó los dos cafés y un chupito de orujo y se fue sin decir esta boca es mía.
Sonó el teléfono. “¡Aló!”… “Sí, sí… sí… señor. De acuerdo”… la voz al otro lado del hilo tronaba, lo podía oír yo mismo. El inspector no hacía más que asentir con la cabeza. “Nada, a mi cuenta. Esto está resuelto en menos de una semana”… Garro colgó el auricular y expiró con fuerza. “¡Chinga a su madre!”

“Era el alcalde. Dice que si no resuelvo el caso en tres día me manda de vuelta a Amoroto”. Acto seguido cogió el chupito de orujo y lo acabó de un trago.

“Me voy a echar una cabezadita de diez minutos”, después seguimos.
Estiró las piernas encima de la mesa. Se acomodó hacia atrás en la silla y puso sus manazas en su regazo. A los dos minutos roncaba. Parecía un enorme buda. Un niño grande, un querubín enorme.
Ahí está, pensé entre mí. El famoso inspector, leyenda viva, tras resolver en dos día el caso “Ube”: el auto robo de una de sus obras del Guggenheim. El del esclarecimiento de la muerte de Roger Wheeler, el magnate del jai-alai. Delante mía, durmiendo plácidamente mientras un asesino y sus cómplices andan sueltos. Vaya pachorra, pensé.
Me sentía orgulloso de él, y, más de poder colaborar en uno de sus casos. Uno de los nuestros triunfando fuera de las canchas. Era para estarlo.

Y pensar que coincidimos en Zaragoza, apenas yo había dejado de vestir pantalones cortos. Garro tendría tres o cuatro años más que yo. A las pocas semanas de debutar fui a cortarme el pelo a una peluquería muy cerca del frontón, calle Réqueté Aragonés. Cuando él entró lo vi a través del espejo. Una figura enorme que el vidrio no soportaba en su totalidad. Saludó a todo el mundo. Sonriente, alegre. Los peluqueros dejaron a un lado las tijeras y lo rodearon como a un torero. Garro les mostró la mano derecha. Estaba curada. Mes y medio antes, después de perder un partido, antes de entrar a vestuarios, pegó un puñetazo a una de las paredes y su puño penetró en el aglomerado como cuchillo en la mantequilla. El boquete permaneció por años, hasta la demolición de la cancha. Le costó una multa, la bronca de “Jabalí”, el intendente; y mes medio en casa recuperándose de la lesión.

Garro seguía sumido en un dulce sueño. Aproveché para echar un vistazo en una estantería donde se apilaban varios libros. Libros sobre budismo. Ediciones antiguas de recetas de cocina: Busca Isusi, Manolo Castillo… “El Gran Libro de la Pelota” de Bombín y Bozas Urrutia; el “Neuk…!” sobre Guillermo. Algo de Paco Turrillas…Y lo que más me llamó la atención aparte de las novelitas del oeste de Marcial Lafuente Estefania, fue ver varios números de la revista La Codorniz. Mi padre las solía comprar. “La revista más audaz para el lector más inteligente”, rezaba en la portada.
Seguí examinado la estancia y en una de las paredes había colgado un tablero de corcho. En un posting estaba escrito: “La Pulguita”, con un interrogante. Junto a esta anotación una fotografía recortada del programa de Dania Jai-Alai. Era la foto de Frías sonriente.

Sonó el teléfono fijo en la habitación. Al cuarto toque saltó el contestador. La voz del inspector: “Si se trata de alguien que haya matado a alguien, pulse uno; si es sobre un soplo, marque dos; cualquier otra cuestión, marque tres”. Se escuchó un pitido y a continuación una voz ronca: “Oigame bien, inspectol, abandone el caso de la cafetería, de lo contrario habrá má(s) mueltos”. El acento cubano era inconfundible.

Me vino a la mente la declaración de Cloty a Garro. “Uno de ellos era un mulato alto y fuerte, de bigote fino, con acento caribeño”. “¡Hostias!”, me quedé con la mirada clavada en el tablero de corcho. El retrato marcado con fosforito de “Nico” me sonreía. “Hola, comemielda”, parecía decirme. “Qué tal estás”. El gran zaguero Frías con el que llegué a enfrentarme en el Principal Palacio de Barcelona hacía varias décadas. Uno de lo reveses más espectaculares que yo he visto en el jai-alai, junto al de Chimela. ¿Estaba el cubano implicado en la trama? Me quedé mirándolo, la cabeza a punto de estallar No podía tampoco entender que Garro continuara roncando plácidamente mientras yo me debatía los sesos.
“Iñaxio ¿todo va bien? era Garrito que acababa de despertar.

P.D.

(Continuará, espero…)

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