Hubo un tiempo que entrar en un frontón era encontrarse con una persona determinada, familiar, parte del paisaje y sin ellos era como si faltase algo. Me ocurría de chaval cuando entraba al frontón Beotibar de Tolosa y me daba de bruces con Luxiano, el canchero; con Rafael Elizondo, el maestro. Años más tarde, en ese mismo frontón, entrar y ver la figura de Elola, todo era uno. Seguro que pasaba lo mismo en Markina en Mutriku, o en Gernika.
Cada vez que entraba al frontón Euskal-Jai de Biarritz, tras acceder a las gradas, me topaba con la figura de Jean Pierre Abeberry. Con su aire intelectual, cesta en mano y micrófono delante, explicaba por enésima vez a los cientos de turistas congregados, las características de la herramienta, los pormenores del juego. Así festival tras festival, año tras año, hasta remontarnos décadas atrás. Hasta convertirse parte indisociable del frontón largo de Biarritz.
Para mi Jean Pierre era algo más que una persona afable y simpática. Algo más que un divulgador de la cesta-punta, algo más que un “hombre de club”. Convirtió su afición en oficio por motivos obvios, hasta convertirse, sin darse en cuenta, en apóstol de la modalidad.
De familia ilustre en Lapurdi, en la Euskal Herria del Norte, los Abeberry. De perfil bajo si lo comparamos con sus tío Cocó y Maurice, políticos, abogados de renombre. Jean Pierre, sin embargo, encontró otra manera de hacer País, más sigilosa, más con el buzo puesto. Formaba parte de un equipo que desde las construcción del frontón, durante décadas, han ido haciendo posible las temporadas veraniegas con los profesionales, amén con los aficionados el resto del año. Ese equipo del que formaba parte Jean Pierre, sin buscarlo, estaban haciendo algo más que ofrecer festivales de pelota. Estaban contribuyendo a ensamblar las costillas y tejer los mimbres de un País que no se reconocía así mismo.
Cuando no había nada más que miedo en la época franquista, cuando cruzábamos la frontera y poníamos las cestas a la vista para que los gendarmes las vieran y sin pedirnos el pasaporte nos hicieran pasar. Como cuando le ocurrió a Gerrika una vez que jugábamos en Donibane Garazi —el gobierno español había decretado el estado de excepción y cruzar la frontera era poco menos que imposible. Para más inri, al de Ajángiz (Gerrika) se le olvida el pasaporte en casa y tenemos que entrevistarnos con el alto mando de la policía de frontera y, sin grandes dificultades para convencerle, como única condición que nos presentáramos a la vuelta, emprendimos el camino para jugar el partido sin más contratiempos.
Y si nos remontamos tiempos atrás, a la época de antes de la Guerra Civil española, veremos que se daban episodios similares como cuando los guardacostas franceses detuvieron a una embarcación de Orio que faenaba ilegalmente. Los gendarmes tras subir a la embarcación y comprobar que uno de los pescadores era Iturain, el famoso sacador del equipo de rebote de Orio, los dejaron marchar no sin antes presentarle sus disculpas y más muestras de admiración.
Vendrán otros que los substituyan y cuando uno vuelva a entrar en el frontón los buscará con la mirada. Y no estarán porque fueron parte de un tiempo. Cumplieron su labor como los apóstoles y, sin grandes aspavientos, se fueron. No sin dejar que sus figuras formen parte de nuestro imaginario, hasta que vivamos.