Suena la música. Las notas de un saxofón acompañado por un piano y una batería, transmiten una sensación de paz y sosiego que hacen detener el tiempo, como si no existiese nada más en este momento, en este mundo. En el exterior, la brisa mece las ramas de los arboles y las nubes, en un fondo azul, se mueven perezosamente, como si hasta ellas llegaran las notas del saxofón de John Coltrane, y dudaran en seguir su camino o quedarse a escuchar.
El buen jazz. ¡Qué placer sólo comparable a la buena literatura!
Hablando de libros. Qué poco me dijiste, mi admirado Bandini, que tenías un hermanastro literario, un tal Henri Molise, tú y él, alter ego, de vuestro padre: John Fante.
Acabo de terminar de leer un libro, “La Hermandad de la uva”, escrito por John Fante quien pone en boca de Henri la historia de su padre, Nick Molise. Un hombre nacido en los Abruzzo (Italia) que emigra a los EE.UU. y se dedica a un oficio aprendido de sus padres, la albañilería, que se remonta a su vez a varias generaciones anteriores.
El viejo Nick es un resentido, un hombre amargado que odia a sus tres hijos porque ninguno de ellos ha seguido la estela de su padre, rompiendo así con la tradición familiar. El mayor, Mario, jamás perdonará a su padre porque éste frustró su prometedora carrera profesional como beisbolista para que siguiera con el oficio de cantero. Mario, nunca lo olvidaría. El segundo hijo, Virgil, se convierte en bancario. El tercero, Henri, el que relata la historia, se decide por el camino de las letras, en lugar de empuñar la paleta y manejar la amasadora. Henri adora los libros. Siente pasión por Dostoievski y pretende emularlo. El viejo Nick, tampoco perdona a Henri por no seguir sus pasos. Lo ridiculiza constantemente. “Qué mierda es esa de escribir libros”…
El viejo Nick, a sus setenta y seis años, es un hombre acabado. Un resentido que no asimila que pueda existir un mundo diferente al que él ha conocido. No entiende que no se reconozcan sus trabajos construidos toda una vida, en su pueblo adoptivo, en San Elmo (California): el edificio de la librería, el del parque de bomberos, la escuela… todos levantados con sus propias manos. Han sobrevivido a terremotos y dentro de 200 años seguirán en pie, se jacta de ello.
Su refugio son sus amigos, emigrantes, italianos como él: Zarlingo, Cavallaro, Antrilli, Mascarini, Benedetti y Rocco Mangone…. Gente jubilada como él. Se juntan en los bares, en el café Roma, a jugar a las cartas, a emborracharse bebiendo el vino producido por otro paisano: Angelo Musso. Forman, lo que Henri viene a llamar, “La Hermandad de la uva”.
Se entienden entre ellos, se ayudan y se protegen los unos a los otros. Hasta que la muerte los separe.
Henri viene a visitar a su padre a San Elmo procedente de Los Angeles. El viejo Nick recibe un encargo y le pide ayuda a su hijo Henri para construir un pequeño secadero para ahumar carne de venados, en las montañas. Henri finalmente accede aunque no tenga la más remota idea de cómo manejar la paleta, mover piedras y hacer la masa.
El viejo Nick, en sus tiempos, una roca, es ahora, a sus setenta y seis años, un hombre enfermo del corazón, alcoholizado y diabético. Nada más terminar el trabajo se muere.
En el funeral de su padre, de cuerpo presente. Los amigos de Nick transportan el féretro en sus hombros, una corona de 1.80 cts. les acompaña, es de sus amigos, los que conforman: La hermandad de la uva.
Henri se siente huérfano. Echa de menos a su padre. Le comprende a pesar de sus miserias. Siente un cariño inmenso hacia su padre que jamás había sentido.
En nuestro gremio de la pelota. Creo yo existe también una Hermandad de la pelota. Un hermanamiento entre diferentes unidos en el tiempo. Como el viejo Nick Molise, gente que se ha dejado la piel a su manera. Expresándolo de diferente forma. Formando sin saberlo: La hermandad de la pelota. Gente que se resiste a asimilar un tiempo que inevitablemente va cambiando y en lugar de asimilarlo, se refugia y reivindica esa época gloriosa vivida y que no es entendida por los más jóvenes.
Salvando las diferencias me acuerdo en estos momentos de “Letxuga” Elorrio, Aitor Totorika y de Migel Gallastegi. Artesanos o artistas, albañiles o canteros, que construyeron un personaje, cada cual a su manera y perdurarán, no se si al paso de terremotos, al menos quedarán en la memoria de sus incondicionales. Gentes que provocan filias y fobias. Contradictorios sí, pero no se les puede negar el haber luchado como jabatos contra molinos de viento. Han peleado y han encontrado refugio en la Hermandad cuyos vínculos son irrompibles y maravillosos.
En estos momentos, como Henri Molise en el funeral de su padre, me siento huérfano. Yo como él, que había momentos sentía cariño, otras veces odio, me rindo en su memoria desde el más sincero reconocimiento a tres, no son los únicos, que conforman La Hermandad de la pelota.
Cuando alguien muere, nos da por endulzar su figura. Recordando lo buenos que fueron, lo bien que lo hicieron. Reproduciendo la cara A de sus vidas. Dejando a un lado otra, la B, más interesante, más auténtica. Políticamente incorrecta. La que contribuyó a que fueran especiales y dieran tanto que hablar.
Esa tendencia hacia la cosmética la refleja magistralmente Henri Molise ante el féretro de su padre…
“Sentía ira y asco. ¿Qué le habían hecho a aquel pobre hombre, buen Dios? ¿Qué le habían hecho a aquella curtida y tremenda cara de los Abruzzo, a aquellas arrugas de dolor y trabajo, a aquella boca decidida, al astuto frunce de aquellas cejas, a aquellos pliegues de triunfo y derrota? Todo había desaparecido y en su lugar había una cara rellena de algodón, lisa, sin arrugas, con las mejillas coloreadas. Era una vergüenza, una obscenidad, y yo me sentía espoleado por una perfidia literaria, y pensaba: Ése no es mi padre, ése no es el viejo Nick, ése es Groucho Marx, y cuanto antes lo enterremos, mejor”.