«Tenías que haber conocido el Océano Atlántico»…

La escena corresponde a la película Atlantic City, dirigida por el director Louis Malle, del año 1980. Lou Pascal (Burt Lancaster) está apoyado de espaldas al mar en la barandilla del malecón de Atlantic City. «Tenías que haber visto el Océano Atlantico en los viejos tiempos», le dice Lou Pascal, un gángster de poca monta que vive de pequeñas apuestas, señalando con un gesto de su cara la hilera de hoteles frente al océano. Su compinche, Robert Joy, permanece en silencio.

Cuatro años después del estreno de la película, 1984, la empresa del Bridgeport Jai Alai nos invitó a los pelotaris y familiares a una excursión a Atlantic City. La idea era pasar el día en Atlantic City y de paso visitar el hotel Sands, los patrocinadores del viaje. La distancia entre Bridgeport y Atlantic City es de una hora y media aproximadamente. Completamos un autobús, un martes, día de descanso en el frontón, la fecha señalada. Acostumbrados a dormir hasta más tarde aquel día tuvimos que madrugar. Para las nueve de la mañana el autobús enfiló rumbo hacia el sur por la autopista 95. Antes de embarcar, Bob Beslove, el relaciones públicas del frontón, nos había provisto a cada pasajero con una bolsa de plástico con el anagrama del Sands Hotel, dentro un frasco con pomada para proteger la piel del sol, un sandwich y un vale de 20 dólares para apostar en el casino del hotel, en el Sands.

Era un martes de abril, fresco y algo ventoso. El frío invernal quedaba atrás, dos-tres meses de temperaturas extremas en las que el termómetro no alcanza los cero grados, donde la nieve está tan presente que llegas a odiarla y no era raro que sonara el teléfono para que «Gallina» Rekalde, el ayudante de Churruca el intendente, te dijera que se suspendía la función porque había pronósticos de tormenta de nieve. El hielo y el viento gélido daban paso a la primavera. Arrancaba la naturaleza con fuerza, la gente se animaba, no hay como pasar un invierno crudo para apreciar la primavera. Eso se vivía en Connecticut, al nordeste de los Estados Unidos, en una región conocida cono Nueva Inglaterra.

Atlantic City tiene un malecón construido en madera de unos diez kilómetros. Un lugar magnífico para pasear frente al océano como hacía frecuentemente Lou Pascal, un gángster de poca monta venido a menos, cuyo modo de supervivencia era hacer pequeñas apuestas. A lo largo del paseo hay infinidad de chiringuitos para atender a los turistas venidos la mayoría de la vecina Nueva York, o para gente como nosotros, curiosos venidos de más al norte, de Connecticut. Frente al mar una enorme hilera de hoteles casinos plantados a lo largo del paseo, invitando con sus luces de neón a todo tipo de turistas incluidos nosotros, pero nuestro destino era el Sands Hotel, nuestro vale por 20 dólares era efectivo en ese establecimiento y no en el resto. Caminábamos en pequeños grupos confundidos en la gente, la bolsa de plástico con el anagrama del Sands Hotel era nuestro distintivo, los veinte pesos nos iban a convertir en humildes apostadores como Lou Pascal, quizá nos cruzamos y no nos percatamos.

Cuatro años antes de que cerca de 600 pelotaris nos echáramos a la huelga en USA, el frontón de Bridgeport funcionaba a toda máquina, así nos lo parecía a nosotros, si existían síntomas de agotamiento se reflejarían en las estadísticas, nosotros, los pelotaris no lo percibíamos. Por esa época, la de nuestra expedición a Atlantic City, tampoco había motivos de alarma en Atlantic City por parte del sector de hoteles y casinos, aunque Burt Lancaster, en el papel de viejo mafioso en la película si lo percibiera: «Deberías haber visto el Oceáno Atlántico en los viejos tiempos».

Atlantic City, a día de hoy es una ruina. Lleva años cerrando hoteles y casinos. La apertura de casinos en Nueva York y en Pennsilvannia ha robado clientes a la pequeña localidad costera de Nueva Jersey. En los últimos seis años la pérdida en ingresos fiscales ha descendido en un 70 %. Su Ayuntamiento ha quebrado, no hay un dólar para pagar a sus empleados.

La cantidad de coches con matrículas del Estado de Nueva York en el aparcamiento del frontón de Bridgeport era impresionante, la hilera de autobuses que provenían de la Gran Manzana era espectacular, fin de semana tras otro, toda la temporada. Se dejaban los cuartos en el frontón e incluso pernoctaban en la ciudad para no perderse la matiné del domingo. Ocho mil personas en las gradas, un reloj de regalo, una baratija, para los primeros cuatro mil espectadores era suficiente para colapsar el acceso al frontón. Si algo no se le podía reprochar a Bob Beslove, public relations, era que se las ingeniaba, todos los días sacaba de la chistera un sorteo a la Islas Vírgenes o una cena en un restaurante del condado. Y funcionaba, ya lo creo que funcionaba. Los newyorkinos y gente de toda clase y procedencia colapsaban el acceso de la I-95 a la Kossuth St, un recorrido de un kilómetro por la East Main Street, una zona tan siniestra que cada cincuenta metros había que poner un policía para garantizar la seguridad de los asiduos al Jai-Alai.

Aquella industria parecía estar destinada a la eternidad, por secula-seculorum, así lo pensábamos nosotros.

David G. Schwartz, director del Center for Gaming Research de la Universidad de Nevada, achaca dos motivos para entender la depresión en la que se encuentra Atlantic City.

Primero: La saturación de un negocio, los casinos, que se ha convertido en fuente de recursos para casi todos los Estados, más de 1.000 casinos comerciales y concesiones al pueblo indio, más el juego online. «Si puedes apostar cerca de casa, para qué vas a conducir dos horas».

En los setentas, cuando yo llegué a Florida, había dos zonas de casinos en el País. Nevada, por el Oeste; Atlantic City al Este. Como antes señalaba, en ese tiempo de Bridgeport, la gente acudía en masa de Nueva York y de más lejos, tenían que moverse para poder apostar. En ese periodo de escasa competencia el jai-alai exprimió al máximo su ventaja de moverse en un escenario de cuasi monopolio, al igual que Atlantic City. ¿Dos historias parecidas?

28 años después de que nos fueramos a la huelga, en este tiempo transcurrido, los permisos y apertura de casinos han proliferado como setas en el Nordeste: en Connecticut, Massachussets, Maryland, Delaware. Nueva York…

Nosotros, el colectivo de pelotaris, modificamos la historia en la parte que nos correspondió. Si había síntomas de fatiga en la industria del jai-alai, que la había, con nuestra postura beligerante y la complicidad de las empresas aceleramos el proceso de la desmantelación del negocio. Algo que se ha visto venir en otros sectores como en los casinos de Atlantic City, en nuestro caso acortamos los plazos de manera brutal.

El caso de Atlantic City ha sido uno de deterioro progresivo; el del jai-alai, el efecto dominó. El castillo de naipes que se deshace en pocos segundos.

Para el profesor David G. Schwartz, hay otro motivo para explicar el derrumbe de Atlantic City. La incapacidad de conformar una oferta de ocio que completara las ruletas. No se puede depender sólo del juego si quieres atraer turistas. En Las Vegas, sólo el 50 % de sus ingresos procede del juego. El resto viene de espectáculos, tiendas y restaurantes.

Lo contrario, o lejos de Atlantic City donde el 80 % de los ingresos procede del monocultivo de las ruleta. Peor en el caso del jai-alai en el que la dependencia de la apuesta ha sido total.

«Deberías haber visto el Oceáno Atlántico en los viejos tiempos», le dice todo nostálgico Lou Pascal a su compinche Robert Joy, señalándole con un gesto la hilera de casinos frente al océano.

Dios mío, si Lou Pascal resurgiera de sus cenizas.

 

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