La primera vez que oí cantar a Sinatra fue en Zaragoza en la pensión donde vivíamos. En la casa de los Gamendia –una familia de Tolosa que se mudó a la capital aragonesa debido a que uno de los hijos, Juan José, había debutado en la capital maña– más que una pensión era una casa particular. Justina, Joxé, Izaskun la hija (después se casaría con el puntista Iñaki Gerena) y nosotros, los «apopilos»: hermanos Mendizabal, «Taxi» Alberdi, mi hermano Jesus, Leonet y yo formábamos una familia.
En esa casa nos daban de comer hasta reventar, tanto que muchas veces tenía que ir al cuarto, desabrochar el cinturón y tumbarme en la cama. Un mediodía después de comer colocaron un tocadiscos portátil sobre la mesa. Aquel artilugio capaz de reproducir música era toda una novedad aunque casualmente yo había conocido uno igual en casa un año antes. Lo novedoso para mi fue escuchar aquella voz, la de Sinatra, y aquella canción: «Strangers in the night» (Extraños en la noche). Musicalmente, como en casi todo en la vida, no tenía referencias a mis catorce años. Aquel momento, desde los primeros compases, fue impactante. De repente descubrir que en la vida había cosas tan hermosas, una de ellas, la voz de Frank Sinatra.
Han pasado los años, aún así, cada vez que escucho una pieza del hijo de italianos nacido en New Jersey, de padre boxeador; esté lo que esté haciendo, queda a un lado y quedo prendido por «La Voz».
Años más tarde, en Bridgeport (Ct.), 1983, asistimos a un concierto en vivo de Sinatra. Fue el difunto Sebastián Arruabarrena el que nos habló del concierto. Cómo dejar escapar la ocasión de ver al mismo que despertó en mi la sensibilidad musical, el gusto por la clásico, más de veinte años antes. Porque Sinatra, sus canciones, son un clásico. De aquí a cien años habrá gente que se emocione al escuchar a Frankie. Estoy convencido.
El concierto se celebraba en un Civic Center, un pabellón en New Haven, famosa localidad por albergar la Yale University (Universidad de Yale), a unas diez millas de Bridgeport. Las gradas a rebosar, unas diez mil personas la mayoría jubilados venidos de todos los rincones de New England, salvo Kelly, Sebas, Mertxe y yo, unos jovencitos despistados entre tanto senior. La big band, la orquesta de Buddy Rich –uno de los mejores baterías que ha habido en USA) acompañaba esa noche a Sinatra. Desde la distancia parecía un hombrecito cuando salió a escena. Sin embargo, cuando empezó a cantar su voz se extendió como un trueno por todo el pabellón produciendo un momento mágico. La fuerza de la voz. Esa capacidad de llegar y transmitir y emocionar a una audiencia previamente entregada. Las letras cantadas por Sinatra… En palabras del escritor Gay Talese (…) «esa música para hacer el amor, y sin duda se ha hecho, por toda Norteamérica, mucho el amor a su compás: por la noche, en los automóviles, mientras se descargan las baterías; en las playas; en casitas a orillas del lago» (…)
«Memories of a time so bright, keeps me sleepless through dark endless nights» (recuerdos de un tiempo brillante, me mantienen despierto a través de noches interminables) cantó esa noche Sinatra a sus 68 años y muchas más de su repertorio. 43 músicos de la «Buddy Rich Orquestra» le acompañaban (sólo por escuchar a esta big band merecía la pena acudir al concierto)
Por esas fechas la de Sinatra era una voz familiar para nosotros, como de casa. Nos visitaba todos los sábados por la función de noche mientras jugábamos en el Bridgeport Jai Alai. Lo habitual en los frontones americanos era que entre quiniela y quiniela pusieran música para ambientar la velada. Piezas de todo tipo. En Bridgeport, incluso a veces ponían aquella de… «pajaritos por aquí… pajaritos por allá, la,la,la, lá»… y entonces «El Mono» Bolibar y «Pana» Bereikua, en los cuadros delanteros, agitaban los brazos como si batieran alas mientras sacudían el cuerpo y el público se reía y los jaleaba.
La pieza que no faltaba, la sagrada, era «New York, New York»… que resonaba por el magnífico frontón. Ocurría en la función de noche de los sábados, hacia las once, un homenaje que le tributaba la dirección del frontón a los cientos y cientos de aficionados procedentes de la Gran Manzana que venían los fines de semana a ver jai alai y sobre todo a apostar. Culpables muchos de ellos que entre matiné y noche se apostaran más de un millón de dólares y provocara que Paul Weintraub, gerente del frontón, acudiera al vestuario con una sonrisa de oreja a oreja para invitarnos a los pelotaris a una copa de champán.
Noches de Bridgeport con Sinatra al son de «New York, New York»… y nosotros no éramos unos extraños en la noche sino partícipes desde la cancha formando parte también de esa ciudad que nunca duerme…