Enfiló la expedición de unas cien personas del Ayuntamiento hacia las Ramblas. Para los que no sepan el camino que no pierdan de vista a Zulaika y a Arriaga, dice Mirapeix (será por nuestra estatura). Las calles están tan pobladas que cuando echas la vista atrás no resulta fácil distinguir a la comitiva. El más fácil de identificar resulta Ibarra-Maruri-edo-Garro. El Chiquitín de Aulesti camina como un gigante inclinado hacia adelante, apoyado en dos muletas, parece luchar contra un viento de cara infernal, pero llega a todos los sitios.
Llegamos a los aledaños del frontón Principal Palacio, zona conocida. Nos vamos reagrupando. Primera sorpresa, el ascensor no funciona. Son tres plantas las que hay que escalar. La vieja guardia de la Asociación, vaya faena. Pero qué va, nadie protesta y todo el mundo para arriba. «Garrito» se nos quedará abajo, comenta uno de los escaladores. Una pena. Cuando llegamos a la segunda planta veo una puerta. Será ésta por la que entraron el intendente Fernández Urquiaga y Gildo, el jefe de camareros, en una incursión por esa planta.
«En el descansillo del segundo piso hay una puerta disimulada cuya llave la teníamos en la oficina y un día decidí ver qué había detrás de ella. Me acompañó el jefe de camareros y con una linterna cada uno nos adentramos un poco en aquel laberinto de arcos que formaba una especie de andamiaje para sostener todo el suelo del frontón. La verdad, es que estuvimos poco más de media hora porque el miedo a perdemos y el fuerte olor a humedad no invitaba a más. Salimos prometiendo que teníamos que volver con más equipo y sobre todo con una larga cuerda para señalar el camino y regresar a salvo. Puede uno estar seguro que sí allí se muere alguien, lo encuentran el día del juicio final. Nunca más regresé».
(Extracto del libro ECOS DE UN FRONTÓN, escrito por el exintendente Fernández Urquiaga).
Llegamos a la tercera planta. Abrimos la puerta y ahí está en el mismo sitio. Todo sigue igual, no. Conforme te vas fijando aprecias el abandono en que esta sumido el viejo frontón. Es como entrar en una casa abandonada donde has vivido. La reconoces inmediatamente. Pero el abandono se ha encargado de dejar su huella.
«Esta cancha está en un tercer piso y es una obra civil increíble, hecha hace cien años. ¿Cómo pudieron hacer un tejado de 2000 metros cuadrados aproximadamente sin columnas en medio? Y ¿cómo se sostiene una cancha de losa de concreto y 650 butacas encima del Teatro Principal Palacio? ¡¡Increíble!!».
(ECOS DE UN FRONTÓN).
El calor es insoportable, una sauna. La camisa empapada, menos mal que todo el mundo está igual, pienso entre mi. ¿Jugábamos en estas condiciones?, me viene a la cabeza.
«El frontón contaba con aire acondicionado que resultaba insuficiente para el fuerte calor del verano que se sentía en todas las áreas donde estaba el público. En la cancha también llegaba a ser insoportable, pero los pelotaris y los empleados nos aguantábamos porque no había otra. Era algo lógico por estar en un tercer piso y debajo de un techo de lámina supongo que de asbesto». (ECOS DE UN FRONTÓN)
«En cierta ocaso el calor era tan fuerte y yo estaba tan baldado que el intendente, Markue, me dijo que me fuera a casa que ese día no jugaba», me comenta Henri Arriaga.
Entro en la cancha. Hay fotografías expuestas en mesas. Si hablarán esas paredes. Si fuera posible que de pronto el canto de los corredores irrumpiera en nuestros oídos…. «Cien azul, cien azul…!» Las gradas llenas. El chasquido de la pelota golpeando el frontis y décimas de segundo después, el sonido al entrar en la cesta. Música celestial para los que amamos el deporte de la xistera curvada.
«Sobre la pared izquierda y en la mitad del verde se pintó JAI ALAI PALACIO con una pelota que como rayo atraviesa las letras de más de un metro de altura»…
Nos hicimos varias fotografías. Había que «inmortalizar» ese momento. Me puse en la zaga y desde allí el frontis me parecía estar muy lejos. Siempre me pasa algo por el estilo. Luego, la rapidez de la pelota, hace que esa distancia se reduzca. Miré hacia las gradas, al palco, a la galería o «gallinero». Todo estaba en su sitio pero presa del abandono. Me hubiera gustado ir al palco y sentarme y recordar cómo desde allí veíamos jugar infinidad de partidos. Cómo de vez en cuando hacíamos una apuesta, los partidos «pollo», a través del corredor Txopitxe. Y casi nunca recuperábamos las 500 pesetillas apostadas.
Miré hacia donde entrábamos a la cancha, a la parte de atrás, donde estaba ubicado el vestuario. Increíble. En ese momento hizo su aparición por allí Ibarra-Maruri-edo-Garro. Apoyado en sus inseparables muletas el «Chiquitín de Aulesti» irrumpía en la cancha. Parecía el Long John Silver de la «Isla del Tesoro de Stevenson, sin el loro al hombro, que había desembarcado en el puerto y había caminado Rambla arriba para reaparecer en el Principal Palacio atraído por un buen trago de ron con coca-cola o la sonrisa de una moza.
«Desde mi oficina se veía el bullir de la Ramblas en esas horas de la tarde noche en que se jugaban los partidos. La gente caminaba como día de feria entre los pintores en el suelo, que hacían verdaderas obras de arte imitando a los grandes de la pintura universal. Estos pintores dejaban su sombrero en el suelo mientras trabajaban y a la noche terminadas sus obras se marchaban. Al día siguiente en que todo parecía olvidado, aparecía algún pintor pirata que se pasaba la tarde aparentando dar los últimos retoques al cuadro mientras pasaba el sombrero en las narices de los transeúntes con un verdadero arte para rascarle los bolsillos. Por allí estaba el fakir con su cama de clavos y su vestimenta hindú y un cuerpo tan flaquito que parecía de gustaba sólo los clavos.
No faltaban los músicos y alguno que otro hombre estatua que pintados como mármol parecían ángeles sacados de alguna lápida del cementerio. Aquello sí que era el Teatro Principal Palacio. Como marco a todo eso estaban las prostitutas y travestis en Santa Mónica y Escudillers que daban el toque de golfería a la zona baja de las Ramblas. En fin, la vida de ese rincón de Barcelona cercano al puerto, que estoy seguro se sigue repitiendo día tras día a pesar de que la puerta del frontón esté cerrada y no se oigan más los gritos de los corredores de apuestas… ¡¡¡cien azules!!!»
(ECOS DE UN FRONTÓN)
A mi me gusta visitar los frontones vacíos en solitario. Hay algo espiritual en ello. Es como entrar en una iglesia. Ese silencio. En este caso no fue posible, la gente, los expedicionarios, entraban y salían de la cancha. Saludos, fotos, comentarios. Todos a punto de deshidratación. Encima había que celebrar la junta anual de la Asociación, de Pilotarien Batzarra.
El presi, César González de Heredia, «Kastillo», no se anda con chiquitas. Estábamos con una pájara de mil demonios, yo por lo menos. «Venga, vamos a empezar y acabamos cuanto antes». Diez minutos de asamblea. Un par de impertinencias de dos cascarrabias de la «vieja guardia»… y «hasta luego», «ez adiorik», mi querido frontón. Esperó volver algún día como espectador de un gran festival de cesta-punta.
Apenas queda gente. La mayoría se ha marchado escaleras abajo. En la Rambla, en una terraza nos esperaban nuestras parejas y «Mortel» Arratibel, con unas cervezas heladas.