Un martes, otoño de 1938, abría las puertas el célebre teatro Hippodrome para ofrecer un espectáculo nunca visto en la ciudad de los rascacielos. Nada que ver con la música, el circo, boxeo, acrobacias, la danza o el burlesque. Aquella noche se vió jugar a cesta-punta por primera vez en Nueva York; jai-alai jugado por los mejores pelotaris del mundo en un escenario inusual.
La idea fue de Richard Berenson quien convenció a otro empresario, del boxeo, Micke Jacobs, para abrir un frontón en una ciudad como Nueva York que contaba por aquel entonces con ocho millones de habitantes.
Se abrió el frontón sin apuestas, a la buena de Dios. Con la esperanza de que semejante espectáculo con los mejores pelotaris del momento facilitaría el logro del permiso por parte del alcalde.
El teatro Hippodrome se hallaba situado en la sexta avenida, entre las calles 43 y 44. El edificio era una auténtica catedral de la cultura. En él habían actuado músicos y compositores de la talla de Shumann, Stravinski, Debussy, Ravel, Falla… Cantantes de ópera como Caruso… Mae West había exhibido sus encantos por el escenario. La cantante de color Josephine Baker había triunfado en ese teatro. El gran Houdini, el mago, había hecho desaparecer un elefante de 10.000 libras… Y, de pronto, otro tipo de artista irrumpía en escena: los pelotaris puntistas.
Un equipo de ingenieros, siguiendo las instrucciones del intendente Pedro Mir, levantaron la cancha en 24 horas, dos días antes una compañía de circo había ocupado el Hippodrome.
Seis horas antes de la “gran premiere” lo tenían todo listo, cancha, 5.200 butacas; parecía un frontón, una maravilla.
Lo habían decorado con motivos españoles, panderetas, castañuelas…, los empleados vestían chaquetilla andaluza y boina vasca, acomodadores vestidos de toreros, resonaban los pasodobles, todo grotesco, hortera. Pero, a todas luces, un sueño. En conjunto, un resultado impresionante. Las butacas abarrotadas, las luces reflectoras dirigidas a la cancha donde desfilaba el cuadro de pelotaris. La noche inaugural fue de auténtica locura.
El partido estelar lo jugaron Segundo y Pistón contra Gabriel-Guillermo, no hubo apuestas oficiales; sin embargo, corrió el dinero de “boquilla” en los pasillos y cafeterías. Ganaron el partido Gabriel y Guillermo, por un tanto.
Pasaban los días, se jugaban más funciones y el permiso de apuesta seguía sin llegar. Poco a poco aquella maravilla construida en menos de 24 horas se fue desmoronando, cayendo a cachos. La pura apariencia había sido una mamarrachada, pura fachada. Como consecuencia de los pelotazos, boquetes en el frontis, grietas en el piso, extraños por todas partes, botes malos; un peligro. Como no había apuesta jugaban como si jugaran de verdad, una pantomima, puro teatro en el teatro “Hippodrome”. Menos Guillermo, que a sus 28 años era un vendaval al que sus compañeros le pedían que se calmara si no quería acabar con el frontis hecho pedazos, con el edificio en ruinas.
A los tres meses de funcionamiento el frontón no chutaba, sin apuestas aquello era una ruina. La empresa llamó a los pelotaris y les rebajó el sueldo a la mitad, unos aceptaron, otros se marcharon a La Habana. Guillermo se quedó, le iba la marcha de Nueva York,donde había entablado muchas amistades. Llevaba tal ritmo de vida que viajaba a menudo a Miami a “descansar”.
Al quinto mes, se produjo el cerrojazo. Se había inaugurado un martes y trece, en Nueva York.