Los que nos hemos dedicado a esto de la xistera como oficio tuvimos nuestra primera experiencia con la modalidad en un momento dado. La primera vez que vimos jugar a punta, el primer pelotazo que dimos, el día del debut o el último partido; en definitiva, momentos inolvidables como pueden ser el primer beso o el primer amor… Releyendo “¡Neuk…”!, el libro sobre la biografía del legendario Guillermo, el de Ondarroa recuerda su primer encuentro con la cesta-punta ocurrido en el frontón de Markina.
Pero antes de entrar en el relato de Guillermo voy a contar mi propia experiencia hace ya casi 50 años en el Beotibar de Tolosa. Me veo en el palco del frontón junto a mi hermano, yo tendría unos nueve años, Jesus Mari, dos más. En la cancha ensayaban varios chavales, no recuerdo quienes eran, pero podían ser perfectamente Gildo, Isasa, Arruabarrena, Astiga o Xapaterito de Astigarraga, o tal vez, los hermanos Lujanbio. La cosa es que nosotros los mirábamos con ojos de niño, como platos, una mezcla de envidia y deseos de jugar a aquel deporte. Además, habíamos oído que se jugaba en el extranjero, en muchos sitios. Mi hermano y yo nos quedamos enganchados de aquel juego desde el primer momento, sobre todo yo, y, además, físicamente.
El frontón Beotibar de Tolosa, para el que no lo conozca, tiene su planta baja, más arriba el palco, y encima de éste, la galería o gallinero. Mi hermano y yo estábamos en el palco viendo las evoluciones de los aprendices a pelotari. No se cuanto tiempo pasamos, pero seguro que bastante. Apoyados en la barandilla de hierro forjado y venga cambiar de postura, la cosa es que yo metí mi pierna derecha entre los hierros retorcidos de la barandilla y llegó un momento que no la podía sacar. Por más que lo intentaba la pierna metida e inflamándose poco a poco. Mi hermano por más que tiraba, nada podía hacer. Los dos cada vez más apurados. Pasó el tiempo, cambiaron de turno los aprendices, y mi hermano y yo en el palco, mi rodilla hinchada apresada entre las varillas de hierro forjado. Del apuro fuimos pasando al pánico. Y no nos atrevíamos a pedir ayuda.
Elizondo, el maestro de la escuela, se debió de percatar de que algo no marchaba bien al vernos tanto tiempo allí en el palco. Algo raro debió de pensar porque nos preguntó si nos pasaba algo, no era posible que tuviéramos tanta afición. Una cosa es amor a primera vista y otra pasarte la tarde sin moverte, sobre todo yo. Total, que allí subió Rafael con su cojera, arrastrando una pierna y un tablón bajo el brazo, detrás suyo un séquito compuesto de los ensayantes y tres o cuatro curiosos. Forzando los hierros de la barandilla con el tablón consiguió Elizondo rescatar mi pierna. Puedo asegurar que mi nacimiento a la pelota fue a base de forceps.
Esa fue nuestra primera toma de contacto con la cesta-punta, la que más tarde sería nuestro oficio. Cuando nos juntamos mi hermano y yo las risas que hacemos recordando aquellos momentos; pero ese día no nos reimos mucho.
El primer contacto de Guillermo con la cesta-punta tuvo también su anécdota, menudos apuros que pasó ese día el de Ondarroa.
Aquella mañana, día del Carmen, antes de empezar a tocar con la banda de Ondarroa por las calles de Markina, a Guillermo y a su amigo Kortazar, se les ocurrió ir a jugar a mano al frontón de la localidad. En ello estaban cuando llegaron cuatro chavales grandotes con sus cestas. Y como suele ocurrir en todas las épocas, les echaron de la cancha no de buenas maneras y se pusieron a jugar a cesta-punta. La primera vez que Guillermo veía jugar a pelota con una cesta.
Desde el primer momento se quedó prendado de lo que le pareció una maravilla, aquellos saltos, la velocidad que le daban a la pelota, los encestes y las jugadas que hacían… Esa mañana, viendo jugar a aquellos chicos supo Guillermo que él iba a ser pelotari de cesta-punta. “Este es el deporte que me gusta; el que tengo que aprender”.
En ese mismo escenario, en el frontón de Markina, bastantes años más tarde, otro que llegó a ser gran figura de la punta, Felix Espilla, decidió ser pelotari. Anastasio, el padre, aparcó el camión en el “Prado” y, padre e hijo, entraron al frontón, la ropa llena de polvo y restos de pienso de los sacos repartidos por los distintos caseríos. Felix, que era un artista a paleta en el frontón de Berriatua, tras ver ensayar a varios chavales, no dudó en calzarse la cesta y lanzar sus primeros pelotazos. Felix supo en ese mismo instante que iba a ser pelotari.
Volvamos a los tiempos de Guillermo. El día del Carmen, la banda de Ondarroa compuesta por chavales jóvenes iba a recorrer las calles de la localidad para amenizar la fiesta. Muchas semanas ensayando para el gran día a las órdenes del maestro Izeta, que así se llamaba el colérico director de la banda, un tipo de muy malas pulgas y además convencido de que con aquella banda lo más lejos que podía llegar era a las localidades vecinas. Así y todo, les tuvo semanas y más semanas ensayando hasta el agotamiento, con la mente puesta en en el día grande, día del Carmen. Ocasión única para triunfar y, dejar de paso, el prestigio del pueblo, el pabellón de Ondarroa, en lo más alto.
Guillermo tocaba el trombón, el instrumento más grande de todos, en sus inicios lo había escogido a posta, pensando que el tamaño iba en acorde a su importancia dentro de la banda. Joxe Iziar, flaco, pura fibra, y muy nervioso: el clarinete. Asillona, ágil y dantzari de aurresku, tocaba la trompeta. Pakito Landazabal, apenas medio metro de altura entonces y ahora, la flauta y el cornetín.
Andrés, el monaguillo de Santa Clara, tan hábil para el segundo trombón como para sisarle los cepillos y beberse el vino del sacristán… Joxé Brontxe, el cornetín.
Gelaxio Anakabe, Xagu, un tipo gracioso y ocurrente muy amigo de hacer barrabasadas a las viejecitas del pueblo. Joxé Kortazar, el más serio y aplicado de la banda, convencido de que con el paso del tiempo aquella charanga iba a triunfar por todo el mundo.
Ibazeta los mandó formar. El director, todo solemne, con las brazos en alto, de un momento a otro movería su batuta como lo hacen los grandes directores de orquesta. En ese momento Guillermo echó mano a su bolsillo para coger la boquilla del trombón, Por más que buscó la boquilla no aparecía. Un instrumento de viento sin boquilla es como una cesta sin guante, un reloj sin manecillas. Amutxastegi había perdido la boquilla del trombón en la cancha mientras jugaba a mano con Kortazar. El pánico se apoderó de Guillermo, ya era tarde. El colérico Izeta con una sonrisa de oreja a oreja movió las brazos, la batuta hacía dibujos en el aire y sonaron las primeras compases, una alegre pieza resonó por las calles repletas de gente.
Guillermo hacía lo que podía, dále que te pego a sus pulmones en un esfuerzo descomunal, la banda calle arriba, calle abajo. Llegaron en alegre kalejira al “Prado” y, en una de estas, Izeta, el director de la banda, saboreando las mieles del triunfo, como colofón final, señaló a Guillermo con la batuta para que hiciera un solo con su instrumento, con el trombón. La señal, cientos de veces ensayada, el momento cumbre, pero, la más inesperada y temida por Guillermo en ese momento. Se hizo el silencio y el trombón mudo; Guillermo pálido. El público pensó que se trataba de un numerito preparado de antemano…
Tras unos segundos de silencio, Izeta, el director, con la cara desencajada… ¿”¡Qué te pasa Guillermo, te has vuelto loco o qué”…!?
Guillermo preso del pánico y del sentimiento de ridículo, abandonó el trombón allí mismo y echó a correr para perderse en las callejuelas.
Enterado de lo ocurrido alguien que había encontrado la boquilla se la devolvió. Ya era tarde, el día de gloria para la banda de Ondarroa, se había convertido en un fracaso. De regreso en el autobús, Izeta, el director, desolado, los miembros de la banda, cabizbajos. El pabellón de Ondarroa, por los suelos. El mismo día que Guillermo vió jugar a punta y supo que iba a ser pelotari.
P.D.
Lo anterior es un “remake” mío de un pasaje del ¡“Neuk…”! de Turrillas sobre la vida de Guillermo Amutxastegi.