Mi último artículo: «Número de pelotaris: épocas» ha suscitado reacciones muy interesantes como se puede comprobar en los comentarios a pie de escrito. Como si hubiéramos removido la tierra y nos encontráramos con un hallazgo sorprendente: la enorme cantidad de puntistas profesionales habidos a lo largo de más de cien años de andadura.
Tras ese hallazgo nos damos cuenta de lo poco que sabemos y lo mucho que queda por descubrir, si no es demasiado tarde.
Escasa es la información que tenemos. Podemos achacarlo en parte a la dejación nuestra, los pelotaris, que no hemos sabido recoger testimonios cara a un futuro. Incluso podemos criticar lo que se ha escrito hasta la fecha. Es inútil.
La cuestión principal es que en nuestro colectivo ni en el País ha habido conciencia del mundo en el que nos movíamos. El desconocimiento del pasado de la cesta-punta es casi total. Como cuando cuenta Oteiza aquello de siendo un chaval, hurgando en el desván de casa, encuentra unas xisteras viejas, el mimbre ajado, el guante negro, y le pregunta a su tía Candelaria, a ver para qué servían aquellas herramientas. Su tía, después de un rato de silencio, le contesta: «juegan a unos juegos que ni ellos mismos saben a qué juegan».
Es lo que nos ha pasado a los pelotaris. No teníamos ni la más remota idea de lo que representábamos. No un deporte cualquiera, sino algo mucho más allá, como recalca Marina Torondel. La cesta-punta, por su trayectoria, merece ser digna de considerarse patrimonio histórico-cultural de Euskal Herria.
Lo decía yo en un artículo publicado en Basque Tribune: Jai-Alai or Globalization. El jai-alai ha sido pionero en Euskal Herria en cuanto a innovación y a extenderse por el mundo al igual que están haciendo muchas empresas vascas un siglo después.
¿Qué empresa de Euskal Herria ha mantenido desde 1895 hasta hace bien poco un promedio anual de más de 400 profesionales (trabajadores)? Es solo un ejemplo.
Cuanto más reflexiona uno más asombroso parece lo que hemos tenido a mano. Sin embargo, sabemos muy poco. Los trabajos individuales de Miguel Angel Bilbao y José Agustín Larrañaga son dignos de elogio. Han actuado como esos arqueólogos aficionados de fin de semana que de pronto dan con un yacimiento de proporciones incalculables. Han destapado medio metro de tierra y empiezan a aflorar nombres y lugares, y no están todos y nuestra curiosidad nos lleva más allá.
Como bien dice Marina Torondel, no importa tanto si fuimos 4.000 o cien más. ¿Qué es lo que impulsó a expandir la cesta-punta a lugares tan exóticos como Alejandría, Tánger. Aquellos pelotaris que desembarcaron en algún lugar de Galicia y a pie regresaron a Euskal Herria, y en las aldeas, al verlos con aquellos artilugios bajo el brazo, los chavales gritaban. “Que toquen, que toquen…”, los tomaban por músicos.
¿Qué impacto económico supusieron los puntistas en zonas como Rentería, Villabona o Markina? Como me comentaba Anjelito Ugarte: “no había familia en Villabona que no estuviera al tanto de la fluctuación de ciertas divisas”. ¿En qué condiciones laborales fueron y cuántos conflictos se pueden recoger?
¿Fueron los pelotaris de comienzos del siglo XX unos bon vivants? Es la creencia que existía en el pasado. El fallecido Rafael Gurrutxaga solía sostener que su generación fue la que empezó a ahorrar. Su esposa, Marixabel, me hablaba de sus tíos, los Munita de Villabona, después de toda una vida de frontón en frontón regresaron a casa, a Villabona, sin un duro. Eso sí, con los gustos más refinados imaginables, la ópera, bien vestir, la buena mesa…
¿Qué incidencia ha tenido en la diáspora la cantidad de puntistas que se quedaron diseminados en diferentes rincones del planeta? Los finales de ciclos. En Africa, Sudamerica, Indonesia, Cuba, México. ¿Razones políticas, religiosas, económicas…?
Otra incógnita. ¿Es posible que debido a la fuerte propagación del jai-alai — la apertura de frontones en ultramar– se vaciaran los frontones estatales de puntistas y los empresarios tuvieron que echar mano de otras modalidades como la pala, el remonte o la raqueta para cubrir las bajas? Es decir, que esas modalidades que menciono no hubieran prosperado en el campo profesional de no ser por el éxito de la cesta-punta y su vocación ecuménica. Esta es una hipótesis que se la oí mencionar a José Agustín Larrañaga en cierta ocasión. No sé qué pensará al respecto un estudioso de la trayectoria de la pala como es Jesús Azurmendi. Personalmente intuyo que esta idea tiene fundamento. Ahora bien, un estudio riguroso, documentado, sería lo idóneo para comprobar hasta qué punto esa hipótesis tiene un fundamento racional.
Estoy de acuerdo con Marina Torondel cuando dice que la cesta-punta ha vivido en una crisis permanente. La inestabilidad una constante vista la cantidad de frontones desaparecidos, el tránsito de los pelotaris, fines de ciclo por razones políticas, religiosas, económicas, es lo que hace suponer. Yo lo definiría como: el jai-alai, un siglo de pésima salud de hierro.
El estudio del jai-alai desde las disciplinas como la sociología, historia, antropología y economía es una asignatura pendiente. En el mundo académico vasco no parece que haya interés. A menudo pienso que al final vendrá un norteamericano procedente de alguna universidad perdida del Medio-Oeste –me viene a la cabeza William Douglas quien estudió en Aulestia el ritual de la muerte en Euskal Herria, lo publicó en un libro titulado: “Death in Murélaga” — para que investigue y desentierre más allá de ese medio metro de tierra que han escarbado heroicamente hombres como Miguel Angel Bilbao y José Agustín Larrañaga.